Capítulo 8

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—Pero, mamá...

—Siéntate, Sunnie.

—Te aseguro que no voy a tener tiempo ni para sentarme.

—Seguramente que lo tendrás para bailar —rezongó la dama, mordaz.

—¡Oh, mamá!

—Sunnie... ¿quieres hacer el favor de dejar tus remilgos y sentarte?

—Pero si ya te he dicho...

—¡Siéntate!

Se sentó, al fin. Era la primera vez que la veía desde su regreso de Berlín, y la condesa estaba dispuesta a no dejarla marchar mientras no la escuchara con calma, lo cual no era nada fácil, porque su hija carecía de paciencia, y era, además, egoísta de sus placeres y satisfacciones.

—Es para hablarte de Young saeng.

La esposa de Jae jong bostezó.

—¿Del niño?

—¿Qué niño, ni qué narices, hija mía? ¿Es que crees que Saengie está aún en pañales?

—Por supuesto que no, pero es un niño, sin duda alguna.

—Mira, Sunnie, con ser tan niño como tú te figuras, no me extrañaría que el día menos pensado dicho niño te sorprendiera anunciándote su boda.

Ahora sí que Sunnie se agitó sobresaltada.

—¿Qué dices? —se enojó. ¿Casarse si es un niño?

—Si, casarse, que, dicho en verdad, nunca fue niño, pues tu abandono lo hizo crecer antes de tiempo.

—Mamá...

—Lo dicho, Sunnie. No has tomado ejemplo de mí, y ello es lamentable. Yo también —añadió con deje amargo—, tenía un marido del cual estaba muy enamorada, tanto o más que tú de Jae jong, porque no creo que seas tan obtusa como para creer que eres la única mujer que ama en este mundo.

—Mamá, por favor. ¿Dices que Sae...?

—Ahora no estoy hablando de Saengie, sino de mí. Y como te iba diciendo...

—Saengie no puede casarse, mamá.

La condesa dio dos golpes en el suelo con su bastón de ébano.

—Te he dicho que no hablo de el en este instante.

—Pero es que has dicho —se impacientó como si ello la obsesionara—, que el...

—No he dicho nada en concreto. Te estaba hablando de mí y de tu padre.

—Pero, mamá...

—Escúchame —exigió, enérgica—. Aún soy tu madre y tienes el deber de escucharme.

—Bien, te escucho, pero antes pienso advertirte que no consentiré que el niño se case.

—¿Cómo?

Ante aquella exclamación, Sunnie hubo de parpadear como asustada.

—¿Has dicho que no piensas consentir que tu niño —y recalcó esto—, se case?

Leo se agitó. Su madre siempre lograba sacarla de quicio. ¿A qué iría a verla? Ella tenía los nervios desequilibrados y no estaba para disgustos. «¡Oh, Jae!», pensó. Era el único que le hacía la vida fácil y pensaba por ella. Su madre, por el contrario, lograba alterarla de los pies a la cabeza, y luego necesitaba dos semanas para calmarse.

—He dicho —balbuceó—, que es bastante joven y tiene tiempo para malograr su juventud.

—Sin duda —observó la madre, irónicamente—. Tú la has malogrado dos veces.

El cambio mi vida.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora