Capítulo 1 - komorebi

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Imagina un suelo lleno de hojas, con tonalidades desde el más claro de los amarillos hasta el más oscuro de los marrones. Son crujientes y tiene que haber muchas; tantas como para hacer una piscina con ellas. Visualiza ahora un conjunto de pilares, sosteniendo entre todos cascabeles que se mueven con el viento el cual los va tornando, poco a poco; las columnas en troncos y las campanillas en más hojas.

La suave brisa sopla sobre ellas y las mece. Solo escuchas ese sonido y solo ves cómo las acuna, dejando que la luz del sol se filtre entre las ramas de los árboles, transformándose en un color dorado, haciéndote pensar si realmente estás contemplando un resplandor.

Puedes ver perfectamente los halos de luz delante de ti y estiras la mano, intentando tocar las moléculas que parecen suspendidas en el aire.

Te quedas abrumado, deificando a la madre naturaleza la cual hace que tengas que coger aire. Hondo. Muy hondo. Como si quisieras aspirar todos los olores, intentando captar cada una de las esencias que te rodean.

Y abres los ojos y ves pequeñas motas apareciendo por la centella que tienes delante, moviéndose y danzando en el aire. Entornas los ojos para ver mejor y ahí está.

Ahí están.

Las pequeñas criaturas que son capaces de captar el brillo del sol y reflejarlo en el aire.

Ves revolotear sus diminutas alas y cómo hacen esparcir la luz por muchos más ángulos, haciendo de ellas un espejo.

Ahí están.

Las hadas de la luz.

Como cada otoño salen de su hondonada para dirigirse al suelo y avisar a los pequeños gnomos, que disfrutan de una cálida tarde dentro de sus casas, de que ha llegado el momento. Y al igual que todos los años, cogen todas sus pertenencias en pequeñas cestas construidas por ellos mismos y bajan por sus galerías a las cuevas subterráneas que les resguardan durante el invierno, hasta que todo vuelve a florecer y son ellos mismos los encargados de llenar la primavera de color.

La hondonada es grande, nada comparada con ellas; en una majestuosa copa de un gran fresno se encuentra su humilde morada. Está separada por zonas para las diferentes especialidades de las hadas: el aire, agua, fuego, árboles y luz.

Las levegő visten grandes y sedosos vestidos grises que se levantan al vuelo cada vez que son capaces de crear brisas, la mayoría de las veces heladas como el invierno mismo, tan agradables como una ráfaga de aire fresco en verano o cuando necesitas respirar profundamente. Estas pequeñas tienen sus refugios en las ramas situadas en la parte más elevada del árbol.

Las víz, del agua, llevan ligera ropa de color azul, pues no se mueven de la humedad y viven a las orillas de los ríos, charcas o lagos; en el caso de esta hondonada, al margen del río que pasa justo por debajo. Las lluvias, entre otras muchas cosas, son gracias a ellas, pero sobretodo hay que agradecerles las lluvias en primavera que hacen que todo comience a florecer.

Sin embargo, las tűz no tienen gran trabajo; nadie suele querer provocar incendios. Pero sí es necesario el fuego en chimeneas, aunque estas criaturas estén atribuidas al verano; calor, sol y ardiente. Sus trajes rojos u oscuros le hace parecer más peligrosas, pero aquí nadie es tachada de malicia. Suelen residir dentro del tronco del fresno.

El otoño es conseguido, en gran parte, por las erdő, nuestras hadas de los bosques, las cuales visten con largos vestidos, normalmente verdes. A los pies del árbol encontramos sus casas, mayormente construidas a base de hojas y pequeños palos.

Y por último nuestras queridas fény, las hadas de la luz; no asignadas a ninguna estación pero importantes como la vida misma. La claridad de un nuevo día y el fulgor entre las nubes.

Secretos susurrados entre los árbolesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora