1- Primera Parte

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Hacía calor y el terreno no daba tregua. Las enormes subidas me quitaban toda la fuerza y las descidas me proveían de descanso, para luego comenzar a subir otra vez y así sucesivamente.

La ruta estaba completamente desolada y el sol me quemaba la frente. El manubrio hervía, pero el placer que me generaba hacer estos recorridos era mucho mayor que cualquier tipo de desdicha. A ambos lados solo veía plantaciones de caña de azucar, a veces algún tipo de ganado diferente a los de Buenos Aires, de a ratos algún rio y a veces palmeras, pero por sobre todas las cosas habían plantaciones y caminos desolados de tierra colorada. A veces me encontraba entre un mar de plantas de café, otras veces entre cultivos de caña de azucar, otras veces plantaciones de soja. Cada tanto algún rancho a la distancia pero nada de vehiculos, ni personas, ni una sola alma. El terreno era irregular, desnivelado, con morros cubiertos de pastizales verdes haciendo mucho más atractivo el paisaje. Estaba completamente solo. Era yo y la nada, lo cual me generaba una cierta satisfacción.

En mi vida generalmente he tenido bastante suerte en mis aventuras sobre dos ruedas, sin embargo durante aquél atardecer maldije haber salido de casa. El sol caía y sabía que la ciudad más próxima se encontraba a varios kilometros de distancia. Estaba enfocado en el camino para poder llegar antes de la media noche, cuando de un modo inentendible, el cuadro de mi bicicleta cedió y caí de cabeza sobre uno de los lados de la carretera. Mi cabeza golpeó contra el suelo. La frente me sangraba y sentía mucho dolor a un lado del rostro, sin embargo parecía estar bien. Ningún hueso roto, todos los dientes en su lugar. Vi a un lado mi bicicleta en muy malas condiciones y las ruedas inservibles. Estaba en un sério problema.

Comencé a caminar llevandola a cuestas. Cargando aquél peso incomodo, pero no la podía dejar abandonada. Aquélla era mi amiga, mi vehículo y mi compañera de aventuras. Debía llevarla conmigo. Hice 10 kilometros y no vi a nadie, hice 20 kilometros y ni un camión u otro vehiculo me había sobrepasado. No podía tener tanta mala suerte, estaba casi desesperado pero mantuve la calma.

Estaba bien entrada la noche y me sentía preocupado, cansado y con hambre. Parecía que nunca llegaría a aquella ciudad. La luna brillaba bastante aunque algunas veces las nubes lograban apagarla. Seguía caminando "á vera da estrada" como dicen por aqui. Completamente solo. Oía de a ratos el sonido que lechuzas y pajaros producían al verme pasar.

Finalmente, luego de bastante tiempo, vi a la distancia una luz. Debajo de un gran arbol se encontraban tres personas. Parecían encontrarse haciendo algún ritual o algo por el estilo ya que las tres figuras se paraban debajo de un gran arbol rodeando tres enormes velas. Haciendo un circulo se tomaban de las manos, sin embargo parecian estar calladas. Seguí mi camino hasta llegar a pocos metros de donde ellos estaban.

- Hola, disculpen que los moleste - les dije - estoy caminando hace horas, se me rompió la bicicleta y parece que el próximo pueblo queda a kilometros de aquí, estoy precisando un lugar en donde descansar y por esta ruta parece que no anda absolutamente nadie - esperé en silencio a que me contestaran.

Uno de ellos me miró y sin soltar a los demás me dijo - por tu acento veo que eres gringo, no eres de aqui, eres extrangero. Creo que en toda la noche por más que camines sin parar no vas a encontrar lugar donde dormir - aquél individou parecía tener unos cuarenta años, de textura delgada, tez palida y cierta seriedad en la forma de hablar, percibí cierto mistério en la mirada - puedes pasar la noche en nuestra morada si quieres, no es nada, es peligroso andar de noche por estos parajes desolados - el resto de sus compañeros solo me observaban sin decir nada.

Le agradecí y acepté diciendo que no los quería molestar, sin embargo no tenía otra alternativa. El mismo hombre asintió con la cabeza y senãló hacia un camino de tierra que se internaba en el campo. El resto de ellos no hablaban, yo simplemente no quería incomodarlos y traté de no forzar ningun tipo de conversación. A veces las personas de campo son tímidas, a veces son cerradas. No soy quien para juzgar a nadie.

Caminamos por varios minutos y solo Alexandre conversaba conmigo. La conversación no fluía naturalmente, pero en base de preguntas personales le conté un poco de mi vida. Algo que me había llamado la atención había sido el arbol que se erguía sobre el lugar en donde ellos se encontraban al borde de la ruta. Percibì que el color de las hojas era negro y algunas rojas como el color de la sangre. Realmente podria ser algún tipo de ipê raro, siendo extranjero no conocía todas las espécies de arboles de la zona. Sin embargo aquél imponente arbol me generó cierta incomodidad. Con respecto al ritual y las velas, pensé que podrian ser praticantes del candomblé o algún ritual umbanda, no era algo que me incomodase. Después de todo es algo bastante común por estos pagos. Los brazos me dolian de cargar la bicicleta y sentía llagas en los pies de tanto caminar.

Luego de algunos minutos vi una casa al final del camino. Era una casa típica de Minas. Se encontraba rodeada por un jardin bien decorado, con bastantes flores y plantas colgantes. Varios arboles también la rodeaban y helechos en mazetas colgaban de los mismos. También habian algunas palmeras por el lugar. Aquella era una casa atractiva, amplia, de paredes blancas, techo de tejas y grandes ventanales de marcos azules. Un cierto estilo colonial daba un toque magico a aquél caserón. Una luz tenue, que parecía ser de velas encendidas, era proyectada a través de las ventanas y en un cartél tallado sobre madera se leían las palabras "Terra Matris Dei".

Alexandre abrió la puerta de madera y esta crujió. Dentro de la sala principal había una gran mesa de madera lista, preparada como si alguien hubiese servido la cena mientras aquellos tres individuos salían a cumplir con sus rituales religiosos. Grandes velas sobre la mesa iluminaban el lugar, a ambos lados habían dos grandes bancos, parecidos a aquellos de iglesia. Todos se sentaron alrededor de la mesa, dejé los restos de mi bicicleta en un rincón e hice lo mismo. Frutas, grandes hormas de queso, pão de queijo (lo que en Buenos Aires llamamos "chipá"), pamonha y una fuente llena de carne en el medio. Todo aquello solo para nosotros cuatro y sin contar el café, las tortas de zanahoria y de mandioca que trajeron para degustar en la sobremesa. Sería que alguien había hecho todo eso para nosotros?

Estaba con hambre y aproveché la comida, me mostré muy agradecido y conversé con Alexandre principalmente, que de los tres era quien más hablaba. Además de él había una mujer de unos cincuenta años, cabellos grisáceos y ojos bien negros. Los dientes de aquella mujer convivian en un incomodo desorden y todo el tiempo me miraba de manera poco amable. También había un muchacho joven, moreno, tal vez de unos veinticinco años, el cual nunca me dirigia la palabra, solo respondía con un sí o nó cortante a cada uno de mis intentos por entablar una conversación y alegrar algo el clima.

Alexandre habia contado un poco como se sentía vivir en un lugar tan desolado y sobre el día a día en el campo. Por mi parte, hablé de mi vida en Argentina y de mis viajes a Rio de Janeiro y Fortaleza. Comenté sobre mi amor por la naturaleza del cerrado brasileiro, las cachoeiras y los paisajes increibles de la zona. El clima más calido, seco en Invierno y lluvioso en verano, también era algo especial y diferente para mí.

Luego de aprovechar aquellos manjares y conversar con Alexandre, les pedí permiso para retirarme a descansar. El joven de piel morena y cara de pocos amigos me indicó el camino hacía mi habitación. Parecía con miedo de hablar, como si estuviera manteniendo el siléncio para no despertar a alguien, no lograba entender. El cuarto de huespedes era pequeño y no tenía muchos muebles. Sobrio, humilde, pero cálido. También estaba alumbrado por velas. Sobre un estante conseguí ver varios libros viejos, que el infierno de Dante, un libro de cuentos de Edgar Allan Poe y obras de otros autores como Arthur Manchen, Machado de Assis y Kafka reposaban allí. El colchón era suave y la almohada tenía buen aroma, me recosté, cerré los ojos y completamente relajado conseguí descansar.

Eran TresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora