CINCO

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La pedagogía del siglo XIX no era la más contemplativa en términos de respeto hacia el alumno. El castigo corporal era una herramienta integral que servía de justificación y espina dorsal para la frase "la letra con sangre entra". Y esto no sólo se daba en las instituciones educativas formales; era muy común que esta violencia instituida se hiciera presente de manera intrafamiliar, más aún en el caso de las familias nobles, de quienes se esperaba cierta formación intelectual por encima de la media.

Jojo no era ajeno a la férrea tarea de su padre en lo que a su formación se refería, pero desde la llegada de del intruso, la severidad y las exigencias de George Joestar no habían hecho más que recrudecerse. Era como si su padre lo obligara a competir con Dio quien, para terminar de empeorar las cosas, no perdía oportunidad de demostrar su superioridad en todo. Y esto era lo que realmente le carcomía el corazón a Jonathan: descubrir de un día para el otro que no era lo suficientemente bueno, no ya para aspirar al amor de su padre, sino para sí mismo, para eclipsar a ese otro cuya presencia ominosa le iba arrebatando poco a poco todo aquello que hasta no hacía mucho había constituido su universo. En eso se encontraba pensando —en las inyecciones fatales de caos en su cosmos— justo antes de que el puntero de su progenitor le convidara con una dolorosa humillación.

Jonathan gritó y se tomó la mano ultrajada; al instante se arrepintió de haberlo hecho. Recordó dónde y con quién estaba. Una vergüenza ardiente trepó desde la marca que le había dejado el golpe y creció hasta apoderarse de todo su cuerpo. Dio estaba a su lado, imperturbable con un libro en sus manos, como ajeno a las trivialidades de la vida, apartado de él por un muro infranqueable de superioridad. "Se ríe por dentro, estoy seguro", pensó Jojo, y la angustia en su pecho se hizo más grande.

—¡Te has vuelto a equivocar, Jojo! —gritó George Joestar, y su hijo notó el desprecio que se elevaba incluso sobre el apodo afectivo—. ¡Seis veces! ¡Seis veces has cometido el mismo error básico! ¡Si te ayudo es porque me has dicho que tienes dificultades para entender! ¡Pero te lo he explicado una decena de veces y no hay caso! ¡Te juro por la memoria de tu madre que no voy a parar hasta que no resuelvas esos ejercicios correctamente!

El juramento se le clavó como un puñal. Las lágrimas se le agolparon en los ojos, pero el joven Joestar supo que debía contenerlas, aunque eso le demandara el uso de toda su fuerza de voluntad.

—¡Mira a Dio! —El padre hundió aún más el puñal metafórico y lo giró para agregar nuevas capas de dolor... Dio, siempre se trataba de Dio—. ¡Ha respondido todas las veinte preguntas sin fallar!

Jonathan guardó silencio y agachó la cabeza. A lo mejor estaba sobredimensionando las cosas, así solían ser las cosas a su edad; el mundo siempre parecía estar finalizando. Pero objetivamente hablando, no podía ser para tanto. Después de todo, ¿cuánto tiempo más podría Dio complicarle la vida?

A la hora de la cena, las preocupaciones de Jojo se habían replegado. Había sido un día largo y frustrante y esa frustración había mutado con el correr de las horas en un apetito voraz, que apenas podía ser saciado por la variedad de platos que reposaban sobre la larga mesa del comedor.

Un violento golpe sobre las tablas hizo que el joven se sobresaltara e interrumpiera su glotonería. Ahí estaba su padre, juzgándolo una vez más, y por su rostro parecía que el juicio no parecía estar inclinándose hacia su inocencia.

—¡Jojo! ¡¿Y te consideras a ti mismo un caballero?! ¡Cuida esos modales, jovencito! ¡Modales! —Y sin siquiera dar tiempo a su hijo para reaccionar, el colérico George Joestar se volvió hacia el mayordomo—. ¡Mitlöff! ¡Retira los cubiertos de Jojo!

El mayordomo dudó. Se encontró parado en la encrucijada de dos caminos: uno conducía a la angustia empozada en la mirada del niño; el otro, a la feroz autoridad que emanaba de la boca del amo. La incertidumbre se disipó al recordar quién ponía el dinero en sus bolsillos. Acató la orden en total silencio.

—¡¿Qué?! —Jonathan intentó protestar, aunque en su fuero interno supiera que era una acción inútil.

—¡Ya he tenido suficiente de tu actitud, jovencito! ¡Te quedarás sin cenar! ¡A tu cuarto, ahora! —Como su hijo se demoraba en cumplir, más por aterrado asombro que por rebeldía, George Joestar elevó aún más el tono—. ¡Desde que ha llegado Dio no has hecho más que demostrarme lo mal que te he estado criando, lo indulgente que he sido contigo, lo mucho que te he consentido! ¡Me avergüenzo como padre de tus errores, pero también del mío! ¡A partir de hoy no habrá más contemplaciones! ¡Eso sólo provocaría daños irreparables en tu conducta! ¡Deberías ser más como Dio! ¡Sus modales son impecables a pesar de toda la tragedia que le ha tocado vivir!

Ahora no le fue posible evitar que las lágrimas comenzaran a rodar por sus mejillas. Jonathan seguía sentado sin saber bien qué hacer o sentir, como si el hecho de actuar de cualquier manera no fuese a hacer otra cosa sino darle la razón a su padre con eso de que era un malcriado, una vergüenza. Reparó brevemente en Dio. El rostro del intruso se parecía al de esa espantosa máscara de piedra que su padre había colocado en la biblioteca, con facciones frías y despreciables.

—Qué idiota —susurró el rubio, o eso al menos creyó oír el vulnerable Jojo.

Por fin la presión quebró la inacción del joven Joestar. Como si lo arrastrasen los demonios del Infierno, se echó a correr hacia su habitación. El rostro empapado. El corazón roto. Ojalá y le hubiesen llevado verdaderos demonios. Estos otros, los demonios simbólicos que se materializaban en la persona de Dio para moldear a su némesis, no debían hacer mucho para acabar con el poco espíritu que aún resistía en Jojo; les bastaba con sentarse, observar y fingir el papel ejemplar mientras se libraba una guerra secreta ignorada por la cabeza de familia.

Ya escaleras arriba, en su habitación, tumbado sobre su cama, las lágrimas de Jonathan Joestar se transformaron en pensamientos funestos.

—Qué tristeza —se dijo, sintiendo lástima de sí mismo, incapaz de encontrar consuelo—. Creo que voy a morir prisionero de mi tristeza, empapado por mi propio llanto. ¿Llorará alguien en mi funeral? ¿Se le escapará a alguien un suspiro en mi nombre?

El cuarto creciente de la Luna se colaba por la ventana. Una intrusa más, pensó Jojo, pero al menos ésta no estaba ahí para robarle nada. Suspiró y sin saber por qué, levantó la cabeza y se encontró con el retrato oval de su madre. Tan hermosa... Ahí estaba esa mujer que jamás había conocido, eternizada en un lienzo con la mirada inclinada. Su mirada... ¿Hacia dónde miraba esa joven lejana y cercana a la vez, tan desconocida como familiar? Jonathan acompañó la atención de esos ojos fijos y fue convidado por una grata sorpresa.

—¡Una tableta de chocolate!

Efectivamente, una golosina olvidada reposaba sobre su mesita de noche. La devoró con suma delectación.

Jonathan Joestar no pudo conciliar el sueño aquella noche. El sol de la mañana lo sorprendió convencido de que, a pesar de lo miserable que se sentía en ese momento, aún podía contar con que su madre velaba por él en donde fuese que se encontrara.

JOJO'S BIZARRE ADVENTURES: PHANTOM BLOOD: THE NOVELIZATIONDonde viven las historias. Descúbrelo ahora