Por tercera vez he rehusado recibir al capellán. No tengo nada que decirle, no tengo ganas de hablar, demasiado pronto tendré que verle. En este momento me interesa escapar del engranaje, saber si lo inevitable puede tener salida. Me han cambiado de celda. Desde ésta, cuando me tiendo, veo el cielo, y no veo más que el cielo. Todos los días transcurren mirando en su rostro el declinar de los colores que llevan del día a la noche. Acostado, pongo las manos debajo de la cabeza y espero. No sé cuántas veces me he preguntado si habrá ejemplos de condenados a muerte que se hayan librado del engranaje implacable, desaparecido antes de la ejecución, roto el cordón de los agentes. Me he reprochado ahora el no haber prestado suficiente atención a los relatos de ejecuciones. Uno siempre debería de interesarse por estos temas. No se sabe nunca lo que puede ocurrir. Como todo el mundo, yo había leído informaciones en los periódicos. Pero existían, sin duda, obras especiales que nunca tuve curiosidad de consultar. Quizá en ellas habría encontrado relatos de evasiones. Me hubiera enterado de que, en un caso por lo menos, la rueda se había detenido; de que en su precipitación irresistible, el azar y la posibilidad, por una vez, al menos, habían cambiado alguna cosa. ¡Una sola vez! En cierto sentido, creo que esto me hubiera bastado. Mi corazón habría hecho el resto. Los periódicos hablaban a menudo de una deuda para con la sociedad que, según ellos, era necesario pagar. Pero esto no habla a la imaginación. Lo que interesa es la posibilidad de evasión, un salto fuera del rito implacable, una loca carrera que ofrece todas las posibilidades de esperanza. Naturalmente, la esperanza consistía en ser abatido de un balazo en la esquina de una calle, en plena carrera. Pero, bien considerado todo, ese lujo no me estaba permitido, todo me lo prohibía, el engranaje me enganchaba nuevamente. A pesar de mi buena voluntad no podía aceptar esta certidumbre insolente. Pues, al fin y al cabo, existía una desproporción ridícula entre el fallo que la había creado y su desarrollo imperturbable a partir del momento en que el fallo había sido pronunciado. El hecho de haber sido leída la sentencia a las veinte en lugar de a las diecisiete, el hecho de que hubiera podido ser otra de que había sido dictada por hombres que cambian la ropa interior, de que había sido dada en nombre de una noción tan imprecisa como la del pueblo francés (o alemán o chino), me parecía que todo quitaba mucha seriedad a la decisión. Empero, me veía obligado a reconocer que, a partir del momento en que había sido dictada, sus efectos se volvían tan reales y tan serios como la presencia del muro contra el que aplastaba mi cuerpo en toda su extensión. Recordé en esos momentos una historia que mamá me contaba a propósito de mi padre. Yo no le había conocido. Todo lo que había de concreto sobre este hombre era quizá lo que me decía mamá. Había ido a ver ejecutar a un asesino. Se sentía enfermo con la simple perspectiva de ir. Fue, sin embargo, y al regreso había estado vomitando parte de la mañana. Mi padre me producía un poco de repugnancia entonces Ahora comprendo que era tan natural. ¡Como no advertí que no había nada más importante que una ejecución capital y que en cierto sentido, era aún la única cosa realmente interesante para un hombre! Si alguna vez saliera de esta cárcel, iría a ver todas las ejecuciones capitales. Creo que me hacía mal pensar en tal posibilidad. Pues ante la idea de verme libre una mañana temprano, detrás de un cordón de agentes, de alguna manera del otro lado, ante la idea de ser el espectador que viene a ver y que podrá vomitar después, una ola de alegría envenenada me subía al corazón. Pero no era razonable. Hacía mal en abandonarme a estas suposiciones, porque un instante después sentía un frío tan atroz que me encogía bajo la manta. Los dientes me castañeteaban sin que pudiera evitarlo. Pero, naturalmente, no siempre se puede ser razonable. Otras veces, por ejemplo, hacía proyectos de ley. Reformaba las penas. Me había dado cuenta de que lo esencial era dar una posibilidad al condenado. Una sola entre mil bastaba para arreglar muchas cosas. Y me parecía que podía encontrarse alguna combinación química cuya absorción mataría al paciente (el paciente, pensaba yo) nueve veces sobre diez. La condición sería que él lo sabría. Pues, pensándolo bien, considerando las cosas con calma, comprobaba que lo defectuoso de la cuchilla era que no dejaba ninguna posibilidad, absolutamente ninguna. En suma, la muerte del paciente había sido resuelta de una vez por todas. Era un asunto archivado, una combinación definitiva, un acuerdo decidido sobre el cual no se podía volver a discutir. Si por alguna eventualidad inesperada, el golpe fallaba, se volvía a empezar. En consecuencia, lo fastidioso era que el condenado tenía que desear el buen funcionamiento de la máquina. He dicho que es el lado defectuoso. Es verdad, en un sentido. Pero en otro sentido me veía obligado a reconocer que ahí estaba todo el secreto de una buena organización. En suma: el condenado estaba obligado a colaborar moralmente. Por su propio interés todo debía marchar sin tropiezos. Me veía obligado a comprobar también que hasta aquí había tenido sobre estos temas ideas que no eran acertadas. Durante mucho tiempo (no sé por qué) creí que para ir a la guillotina era necesario subir a un cadalso, trepar por escalones. Creo que fue por la Revolución de 1789, quiero decir, por todo lo que me habían enseñado o hecho ver sobre estos temas. Pero una mañana recordé que había visto una fotografía publicada por los periódicos con motivo de una ejecución de resonancia. En realidad, la máquina estaba colocada en el suelo mismo, en la forma más simple del mundo. Era mucho más angosta de lo que yo creía. Era bastante curioso que no lo hubiese advertido antes. La máquina me había llamado la atención en el clisé por su aspecto de obra de precisión, concluida y reluciente. Uno se forma siempre ideas exageradas de lo que no conoce. Ahora debía comprobar, por el contrario, que todo era muy sencillo; la máquina está al mismo nivel del hombre que camina hacia ella. El hombre se reúne con ella tal como camina al encuentro de una persona. En cierto sentido, también esto era fastidioso. La subida al cadalso, con el ascenso en pleno cielo, permitía a la imaginación aferrarse. Mientras que aquí la mecánica aplastaba todo: mataban a uno discretamente, con un poco de vergüenza y mucho de precisión. Había también dos cosas sobre las que reflexionaba todo el tiempo: el alba y la apelación. Sin embargo, razonaba y trataba de no pensar más en ellas. Me tendía, miraba al cielo y me esforzaba por interesarme. Se volvía verde: era la noche. Hacía aún un esfuerzo para desviar el curso de mis pensamientos. Oía el corazón. No podía imaginar que aquel leve ruido que me acompañaba desde hacía tanto tiempo .pudiese cesar nunca. Nunca he tenido verdadera imaginación. Sin embargo, trataba de construir el segundo determinado en que el latir del corazón no se prolongaría más en mi cabeza. Pero en vano. El alba o la apelación estaban allí. Concluía por decirme que era más razonable no contenerme. Sabía que vendrían al alba. En suma, pasé las noches esperando el alba. Nunca me ha gustado ser sorprendido. Cuando me sucede algo, prefiero estar prevenido. Concluí, pues, por no dormir sino un poco de día y durante todo el transcurso de las noches esperé pacientemente que la luz naciera sobre el vidrio del cielo. Lo más difícil era la hora incierta en la que, como yo sabía, acostumbraban operar. Después de medianoche, esperaba y acechaba. Mis oídos nunca habían percibido tantos ruidos, ni distinguido sonidos tan tenues. Puedo decir, por otra parte, que en cierto modo tuve suerte durante este período pues jamás oí paso alguno. Mamá decía a menudo que nunca se es completamente desgraciado. Yo le daba razón en la cárcel, cuando el cielo se coloreaba y un nuevo día deslizábase en la celda. Porque también hubiera podido oír pasos y mi corazón habría podido estallar. Aun si el menor roce me arrojaba contra la puerta; aun así, con el oído pegado a la madera, esperaba desesperadamente hasta oír mi propia respiración, espantado de encontrarla ronca y tan parecida al estertor de un perro, al fin de cuentas el corazón no estallaba y había ganado otra vez veinticuatro horas. Durante el día tenía la apelación. Creo que saqué el mejor partido de esta idea. Calculaba los resultados y obtenía el mayor rendimiento de mis reflexiones. Tomaba siempre la peor posibilidad: la apelación era rechazada. «Y bien, tendré que morir.» Antes que otros, es evidente. Pero todo el mundo sabe que la vida no vale la pena de ser vivida. En el fondo, no ignoraba que morir a los treinta años o a los setenta importa poco, pues, naturalmente, en ambos casos, otros hombres y otras mujeres vivían y así durante miles de años. En suma, nada podía ser más claro. Era siempre yo quien moriría, ahora o dentro de veinte años. En este punto, me molestaba un poco en el razonamiento el salto terrible que sentía dentro de mí pensando en veinte años de vida por venir. Pero lo reprimía imaginando cómo serían mis pensamientos dentro de veinte años, cuando a pesar de todo llegase el momento. Desde que uno debe morir, es evidente que no importa cómo ni cuándo. Por consiguiente (y lo difícil era no perder de vista todo lo que éste «por consiguiente» representaba en el razonar), por consiguiente, debía aceptar el rechazo de la apelación. En ese momento, únicamente en ese momento, tenía por así decir el derecho, me concedía en cierto modo el permiso de considerar la segunda hipótesis: me indultaban. Era fastidioso tener que dominar la fogosidad del impulso de la sangre y del cuerpo que me hacía arder los ojos con una alegría insensata. Era necesario dedicarme a ahogar el grito, a analizarlo. Era necesario mantenerme natural aun en esta hipótesis, para hacer más plausible la resignación frente a la primera. Cuando lo conseguía había ganado una hora de calma. En cualquier caso valía la pena considerarlo. En un momento así me negué una vez más a recibir al capellán. Estaba acostado y por cierta rubia claridad del cielo adivinaba la proximidad de la tarde de verano. Acababa de rechazar la apelación y podía sentir las olas de sangre circular regularmente dentro de mí. No tenía necesidad de ver al capellán. Por primera vez después de mucho tiempo pensé en María. Hacía muchos días que no me escribía. Esa tarde reflexioné y me dije que quizá se habría cansado de ser la amante de un condenado a muerte. También se me ocurrió la idea de que quizá estuviese enferma o muerta. Estaba dentro del orden de las cosas. ¿Cómo habría podido saberlo yo puesto que fuera de nuestros cuerpos, ahora separados, nada nos ligaba ni nos recordaba el uno al otro? Por otra parte, a partir de ese momento, el recuerdo de María me hubiera sido indiferente. Muerta, no me interesaba más. Me parecía cosa normal, tal como comprendía que la gente me olvidara después de mi muerte. No tenía nada más que hacer conmigo. Ni siquiera podía decir que fuera duro pensar así. En el fondo no existe idea a la que uno no concluya por acostumbrarse. En ese preciso momento entró el capellán. Cuando lo vi, sentí un ligero estremecimiento. El lo notó y me dijo que no tuviera miedo. Le dije que su costumbre era venir a otra hora. Me respondió que era una visita amistosa que no tenía nada que ver con la apelación, de la que no sabía nada. Se sentó en el camastro y me invitó a acercarme más a él. Me negué. A pesar de todo, me parecía muy amable. Quedó un momento sentado, con los antebrazos en las rodillas, la cabeza baja, mirándose las manos. Eran finas y musculosas; me hacían pensar en dos ágiles animalitos. Las frotó lentamente, una contra la otra. Luego quedó así, con la cabeza siempre baja, durante tanto tiempo que en cierto momento tuve la impresión de que lo había olvidado. Pero levantó la cabeza bruscamente y me miró de frente: «¿Por qué», me dijo, «rehúsa usted mis visitas?» Contesté que no creía en Dios. Quiso saber si estaba bien seguro y le dije que yo mismo no tenía para qué preguntármelo; me parecía una cuestión sin importancia. Se echó entonces hacia atrás y se recostó contra el muro, con las manos en los muslos. Casi sin que pareciera hablarme, observó que a veces uno creía estar seguro cuando, en realidad, no lo estaba. Yo no decía nada. Me miró y me preguntó: «¿Qué piensa usted?» Contesté que quizá fuera así. Quizá no estaba seguro de lo que me interesaba realmente, pero en todo caso, estaba completamente seguro de lo que no me interesaba. Y, justamente, lo que el me decía no me interesaba. Volvió la mirada y, siempre sin cambiar de posición, me preguntó si no hablaba así por exceso de desesperación. Le expliqué que no estaba desesperado. Simplemente tema miedo, era bien natural. «Entonces Dios le ayudará.» Hizo notar. «Todos cuantos he conocido en su caso han vuelto a El.» Reconocí que estaban en su derecho. Probaba también que tenían tiempo para hacerlo. En cuanto a mí no quería que me ayudaran y precisamente no tenía tiempo para interesarme en lo que no me interesaba. En ese instante sus manos hicieron un ademán de impaciencia, pero se enderezó y arregló los pliegues de la sotana. Cuando hubo terminado, se dirigió a mí llamándome «amigo mío»; si me hablaba así no era porque estuviese condenado a muerte; según su opinión estábamos todos condenados a muerte. Pero le interrumpí diciéndole que no era la misma cosa y que, por otra parte, en ningún caso podía ser consuelo. «Es cierto», asintió, «pero usted morirá más tarde si no muere pronto. El mismo problema se le planteará entonces. ¿Cómo afrontará usted la terrible prueba?» Repuse que la afrontaría exactamente como la afrontaba en este momento. Ante estas palabras se levantó y me miró directamente a los ojos. Es un juego que conozco bien. Me divertía a menudo haciéndolo con Manuel o Celeste y, generalmente, eran ellos quienes apartaban la mirada. También el capellán conocía bien el juego; lo comprendí en seguida. Su mirada no vaciló. Y su voz tampoco vaciló cuando me dijo: «¿No tiene usted, pues, esperanza alguna y vive pensando que va a morir por entero?» «Sí», le respondí. Bajó entonces la cabeza y volvió a sentarse. Me dijo que me compadecía. Juzgaba imposible que un hombre pudiese soportar esto. Yo sentí solamente que él comenzaba a aburrirme. Me aparté a mi vez y fui hacia la claraboya. Me apoyé con el hombro contra la pared. Sin seguirlo bien, oí que comenzaba a interrogarme otra vez. Hablaba con voz inquieta y apremiante. Comprendí que estaba emocionado y le escuché con más atención.
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El Extranjero
Ngẫu nhiênDel autor Albert Camus. El personaje de la obra, el señor Meursault, personifica la carencia de valores del hombre. Es un ser apático e indiferente por resultarle absurdo e inabordable. El proceso tecnológico le ha probado de la participación de las...