Capitulo 2. Enfermedad.

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La mañana transcurrió como todos los días, me dedicaba a sonreír, aunque sabía que nadie me miraba. Yo lo llamaba escudo protector de emociones, pues en este, ocultaba mis problemas frente a mis amigos como siempre y ellos no sospechaban que dentro de mí me debatía entre dos palabras: vida o suicidio.

En mi clase de matemáticas la maestra hablaba y hablaba leyendo un libro para después explicar el procedimiento en el pizarrón, pero yo solo pensaba en mi vida y en lo que haría con esta. Qué raro, muchos de mis compañeros tenían cara de también tener una crisis existencial justo ahora, pero apostaría que no teníamos el mismo pensamiento en estos momentos.

Mis manos temblaban nerviosas, jugaban mis dedos con el lápiz sobre mi cuaderno y ansioso, mi pie se movía rápidamente de arriba a abajo. Mis ojos estaban fijos en mi libreta, las posibilidades de que hacer recorrían mi mente acaparando toda mi atención.

¿Debería hacerlo? No estaba seguro de que esa fuera la mejor opción. Tendría que haber otra manera, un camino donde seguir vivo fuera algo positivo.

– Señor Lawrey. – me llamó la maestra. – Pase a realizar el ejercicio.

Cuando sus palabras llegaron a mis oídos, me tensé. Todos estaban mirándome y eso provocaba que la ansiedad se apoderara de mi cuerpo. Sonreí tímidamente y me puse de pie, mientras caminaba entre las filas, miré el problema anotado en el pizarrón y entonces me detuve en seco justo a unos pasos de llegar.

Una ráfaga de recuerdos me embargó, mi padre golpeándome en las noches que se embriagaba, los múltiples moretones en mi cuerpo, las lágrimas en mi almohada rogando porque todo el dolor parara.

– ¿Señor Lawrey? – me llamó mi maestra.

– Yo... – caminé dos pasos más acercándome a la pizarra.

Los sentimientos de debilidad, las ganas de acabar con todo. La impotencia, el ardor del cinto de mi padre en mi espalda, rasgándome la piel y dejándola hinchada. Los recuerdos de mi madre... el chocolate dulce y amargo combinado con la sangre en mi boca.

– Alex. – escuché que me llamaba.

Tomé el plumón y comencé a contestar el problema, una simple ecuación, un despeje, suma, división. Anoté el resultado y entonces cubrí el marcador con el tapón para dejarlo otra vez en su lugar.

La melancolía, el dolor ardiente en el pecho, los insultos, las malas caras, las palabras hirientes.

– Correcto, puedes pasar a tu lugar. Creí que no prestabas atención. – admite mi maestra ahora un poco apenada.

Regreso a mi lugar en silencio ante la mirada extraña de todos, no me importa siquiera que comienzan a murmurar cosas sobre mí, sobre mi comportamiento extraño. Porque solo puedo pensar en lo que siento, en el dolor y tristeza que acrecientan en mi pecho.

Estaba decidido.

Ya no quería vivir así, esto no era vida. Nadie merecía sentirse tan poca cosa, nadie en su sano juicio debería considerar matarse para estar mejor. Pero yo no tenía un buen juicio en este momento.

¿Cómo saber qué era lo bueno y lo malo? Si lo que yo creo nunca resulta ser verdad. Si lo que se supone debe amarte, te odia. Si ya nada era bueno.

La solución estaba clara ante mis ojos entonces, era mi única salida del infierno llamado vida.

Pero, ¿Cómo lo haría? Odiaba la sangre, así que cualquiera que fuera mi muerte, tendría que evitarla. ¿Qué podría utilizar? ¿De qué forma lo haría? ¿Cuándo?

Tomé la decisión de hacerlo pronto, lo más rápido posible. Pero había algo que me incomodaba, debería meditarlo más, debería pedir ayuda, debería haber otra manera.

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