Érase una vez...

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Érase una vez...
En un pequeño pueblo, vivía un hombre, un importante mercader llamado Jiraya, el cual tenía tres hijos. Las dos mayores, Ino y Sakura era hermosa, pero su belleza quedaba opacada por su carácter superficial y avaricioso. La más pequeña, a diferencia de sus hermanas, era una chica bondadosa y dulce llamada Naruko. Tambien era considerada la más hermosa de las tres.

Dada a la posición de su padre, todas recibían muchos pretendientes. Las dos mayores los rechazaban a todos con gran crueldad, burlándose a menudo de aquellos que tenía una posición social menor que la suya, o incluso de aquellos a los que consideraban pocos agraciados. Naruko, por el contrario, charlaban con ellos y los escuchaba, y pese a rechazarles, siempre lo hacia con gran delicadeza y educación para no ofenderles.

Pero uno de los pretendientes de la hermana más joven no parecía querer dejarla tranquila. Era Gaara, el hijo del gobernante del pueblo vecino. Insistía todos los días en conseguir la mano de la joven, y afirmaban ante todo el mundo que se casaría con ella pasara lo que pasara.

Un día, Jiraiya tuvo que partir a causa de un viaje de negocios que le aportaría grandes beneficios. En el puerto, justo antes de partir, se despidió de sus tres hijas.

-Voy a echaros mucho de menos-dijo el hombre con un suave tono de voz triste, siempre había resultado duro para él separarse de sus hijas

-Tienes que traernos vestidos-exigió la pelirrosa, mirando a su hermana Ino con aire cómplice

-¡Y joyas, muchas joyas!-gritó la mayor, cruzando los brazos bajo el pecho-ya nos hemos puesto todas las que tenemos-protestó

El hombre suspiró y se limitó a asentir antes de mirar a su hija pequeña. Aunque no lo dijese nunca delante de ellas, sentía debilidad por Naruko, por su bondad y su amabilidad. -¿Y tú que quieres que te traiga Naruko?-le preguntó con una pequeña sonrisa

La menor negó. -No quiero que me traigas nada, pero si quieres traerme un recuerdo de tus viajes...traeme una rosa-pidió la chica con una sonrisa amplia y abrazó al hombre-pero sobretodo, vuelve sano y salvo a casa, eso es lo que quiero

Parecía que una lágrima asomaba de los ojos de Jiraiya al escuchar las palabras de Naruko. La abrazó con fuerza hasta que escuchó la voz de uno de sus hombres; debían embarcar ya o no llegarían a tiempo. El padre de las chica partió.

El viaje ocurrió sin problemas y los tratos se pactaron con gran éxito. Estaba a punto de preparar todo para volver cuando recordó la petición de su hija. No podía cumplir los caprichos superficiales de las mayores y no llevarle algo tan sencillo como una rosa a su hija más querida.

Ya entrada la noche, Jiraya se coló en un majestuoso, y a la par siniestro, castillo que lucía abandonado. Recordaba haber visto un hermoso rosal, y no se equivocaba. Llegó hasta él y se dispuso a cortar una rosa del árbol cuando un ser se abalanzó sobre él y lo atrapó. Sin mucha piedad, arrastró al anciano hasta las mazmorras del castillo.

El mayor intentó soltarse, pero acabó encadenado en ese frío y oscuro lugar. -Por favor, suéltame, debo volver junto a mis hijas-pidió con la mayor calma que pudo.

El ser no se molestó en girarse a mirar a su prisionero. -Te quedarás aquí, para siempre...nadie se cuela en mi castillo sin recibir su castigo...y el tuyo es ser mi prisionero-su voz sonaba ronca y amenazante, y de un portazo, cerró la puerta de la mazmorra.

A las semanas, la noticia de la desaparición de su padre llegó a oídos de las hermanas. Las mayores fingieron sentir dolor, pero ahora que estaba solas, podían gastar cuanto quisieran de la fortuna de su padre. Naruko, por el contrario, sufrió como pocos sufren, hasta que un día, harta de echarle de menos, se decidió a ir a buscarle.

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