Septiembre 1985

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—Yiyi. Date prisa. Son las 9 menos cuarto.

—Mamá. No quiero que me llames así. Ya no soy un bebé.

—Muy bien, abuelo. Te llamaremos Pepe. Y date prisa.

Llegué a tiempo al colegio. Fue el Alfonso X el Sabio, en Vicálvaro. Ramiro y yo eramos vecinos. Nuestros apellidos empezaban por G y siempre nos sentaban juntos, nos caímos bien y nos hicimos amigos. Las mellizas Loli y Raquel asistían a la misma clase. Fuera del colegio, nuestro sitio favorito era el parque junto a la calle San Cipriano, cerca de mi casa y la de Ramiro, podíamos llegar sin cruzar calle con coches.

Nuestro grupo de amigos iba creciendo y menguando, sólo nosotros cuatro fuimos permanentes.

En la misma calle de mi casa y al otro lado del parque, estaba la Peluquería Ángel y Gloria. Allí íbamos mi familia, la de Ramiro y la de las mellizas. Era más larga que ancha, con sillas para esperar y otras con secadores a la derecha, los lavabos al fondo y cuatro sillones reclinables a la izquierda; en dos don Ángel atendía a los hombres y niños, su esposa doña Gloria a las mujeres y niñas en los otras dos. Era habitual ver a su hija Gloria, aprendiendo y ayudando. Cuando empezó a estudiar en el instituto, atendía a las clientas por la tarde.

Nunca olvidaré el 13 de noviembre de 1990, martes, cuando Gloria hija me cortó el pelo por primera vez. Dicen que trae mala suerte, pues la mía fue espléndida. Nos habíamos visto antes en la misma peluquería,  por la calle, el parque o el colegio, aunque ella lo acabó años antes que yo. Me gustaba, tenía cuerpo casi de mujer, alta, rubia, ojos celestes y sonrisa dulce. Su madre no estaba. Ella atendía a una señora, lo que me llamó la atención fue su falda corta por encima de las rodillas y ceñida a sus nalgas. Hasta ese momento, yo veía a las chicas como unas compañeras más, sin fijarme en sus cuerpos.

Gloria acabó con la clienta. Ángel, su padre, le susurró algo que no escuché. Dos hombres más esperaban, yo era el siguiente.

—Siéntate, Pepe.

No pude creer mi buena suerte, desde que me fijé en ella deseaba que me atendiera. Me regala la más preciosa de sus sonrisas. Me siento y veo sus ojos claros en el espejo.  

—¿Cómo te gusta?

Yo no podía quitar la vista de sus ojos, me hipnotizaron, tardé en reaccionar y tuvo que repetir.

—Corta poco, sólo arreglar.

Yo tenía los brazos apoyados. Ella cortaba con lentitud y delicadeza, no como su padre, ella me relajaba; empezó por el flequillo, yo sentía su cadera tocando mi brazo y veía entre los botones de su blusa negra otra prenda blanca. Cuando cortaba por mi sien, arrimaba su cálido vientre. Me excité por primera vez en mi vida.

Nunca antes se me hizo tan corta mi estancia en la peluquería. Pagué, quise darle propina pero mamá me dio el dinero justo. Ella volvió a regalarme su linda sonrisa.

Desde entonces me gustaba ir a la peluquería. Aunque casi siempre me tocaba el padre, yo disfrutaba mirándola y recordando aquella primera vez. Cuando ella me atendía, mi disfrute era inmenso. La pega era que el pelo tarda en crecer. Me dijeron que es como las plantas, crece con el agua. Cada mañana de antes, sólo me lavaba la cara, desde entonces la cara y el cabello. A veces cuando llovía, no me tapaba. Antes mis padres me obligaban a ir y después se sorprendían.

Los cuatro estudiantes, ya más bien las dos parejas, íbamos juntos al mismo instituto. Loli era la tímida, Raquel la simpática, Ramiro el divertido y yo el listo. Las parejas se compusieron por tendencia natural. Loli se arrimó a mi y Raquel a Ramiro.

Mi atracción a Gloria no decrecía. Ya no era aquella niña alta, sino toda una mujer con experiencia para sustituir a su madre. Trabajaba mañana y tarde porque había concluido la secundaria.

GloriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora