Necesito un sacerdote

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El rostro del abuelo Simón, muerto hacía cuatro años, miraba inexpresivo la terrible escena que se desarrollaba frente a él. Atrapado para siempre en ese retrato al óleo, el abuelo parecía no escuchar los sonidos ahogados que provenían del lecho donde su único nieto, Amilcar, se debatía en una agonía que lo tenía a las puertas de la muerte. 

Perpetua, la esposa del enfermo, solo podía refrescar su frente febril con compresas empapadas en agua fría. En una esquina de la habitación. Alberto, el primogénito de la pareja, sabía en su interior que todo esfuerzo por salvar a su padre sería inútil.

Afuera, una lluvia pertinaz golpeaba con insistencia los cristales con un ritmo que arreciaba por momentos. Allá, a lo lejos se presentía la presencia inmutable de los cerros que rodeaban esa ranchería olvidada en medio de la sierra de Chiapas, a donde ni siquiera la luz eléctrica había llegado. 

-¿Se va a morir?- Mariana, la hermana pequeña de Alberto, se arrodilló junto a éste, mirándolo con sus enormes ojos negros: "sus ojos de Revolución", como los había calificado el ahora difunto abuelo Simón.   

Alberto asintió. Abrazó a la niña y se unieron en una plegaria silenciosa que no sería escuchada. 

Los labios resecos del enfermo se abrieron, y un murmullo escapó de ellos. Perpetua se inclinó hacia su marido para tratar de escuchar sus palabras.

-Necesito... un... sacerdote...- susurró Amilcar, y la voz le salió en una especie de graznido.

Perpetua asintió.

-Tranquilo, ya viene el señor cura- mintió para no agobiar al enfermo.

Después. la mujer miró a sus hijos. Todo el dolor que sentía se reflejó en sus ojos, que brillaron a la luz de las velas.

Alberto captó la desesperación de esa mirada. Sabía, como su madre, que era imposible ir a buscar un cura que viniera a darle la ultima bendición a su padre. Dos días que llovía, y los caminos de brecha se habían convertido el lodazales. La noche, oscura y fría, era surcada de cuando en cuando por feroces relámpagos que parecían pálidas heridas en las nubes.

El cura de la parroquia era muy anciano, y estaba enfermo. No podían pedirle que acudiera al lecho de muerte de Amilcar. Y su sustituto no había llegado todavía a la ranchería.

Tal y como iban las cosas , Amilcar moriría sin la bendición de un sacerdote, y la única mujer que en esos momentos le brindaba sus cuidados, tal y como le había brindado un amor a toda prueba durante años, pensaba en lo injusto que era que su marido, que nunca le había hecho daño a nadie, que había trabajado como un burro como leñador toda su vida por unos cuantos pesos, y que ahora yacía en una cama con el cuerpo roto por una mala caída en el "desfiladero del Diablo", fuera a irse derechito al infierno al ser torturado por llamas perpetuas, como su nombre.

-Ningún cura va a venir- susurró Mariana, haciéndose eco de la preocupación de su hermano y su madre-. Nadie le ha avisado, y ademas el padre Pancho está casi tan enfermo como papá.

Alberto le apretó la mano, haciéndole señas de que se callara.

En este momento, tres golpes secos se escucharon en la puerta de madera carcomida, imponiéndose por encima del golpeteo de la lluvia.

Perpetua y Alberto se miraron. ¿Quién podría ser a esa maldita hora?

El muchacho se levantó y fue a abrir.

Un relámpago repentino iluminó la figura de un hombre que traía una larga capa y un viejo sombrero. Portaba un pequeño maletín y estaba empapado hasta los huesos.

-¿Aquí es la casa de Amilcar López?- preguntó el recién llegado.

-Sí- respondió Alberto. 

-Soy el padre Efrén, de San Cristóbal. Me han dicho que aquí urge la presencia de un sacerdote porque hay un moribundo.

La respuesta fue un estertor que provenía del lecho de muerte de Amilcar. El enfermo se agito entre las raídas sabanas. El fin estaba cerca.

Sin tiempo para indagar, Alberto franqueó el paso al sacerdote, y Perpetua se apresuro a quitarle la capa y darle un paño para que se secara.

El padre Efrén, se acercó a la cama del enfermo tomo con su mano la de Amilcar, que temblaba. 

-Tranquilo, hijo- le dijo con una voz suave y cargada de compasión-. Pronto estarás sentado a la derecha del Señor, y tus sufrimientos habrán terminado.

El moribundo se calmó mientras el sacerdote le untaba los santos óleos en la frente, la boca, las manos y los pies, murmurando la oración de los difuntos. Cuando terminó, Amilcar abrió los ojos y los fijó en su familia, que lo observaba desde el rincón. Alargó con esfuerzo una mano hacia ellos, y la vida se escapó de su cuerpo.

-El Señor se lo ha llevado- anunció el padre Efrén, cerrando suavemente con su mano derecha los ojos del difunto. Después, su esposa y sus hijos lo cubrieron con una manta y se prepararon para velarlo hasta el día siguiente.

-Padre- dijo Alberto, cuando ya el ministro de Dios se preparaba para irse-, dígame, por favor... ¿cómo supo que necesitábamos un sacerdote?

El padre Efrén señaló hacia el retrato del abuelo Simón:

-Fue él- contestó-, el anciano del retrato.

Entró ayer a mi parroquia y me dijo que esta ranchería necesitaba urgentemente la presencia de un cura para darle los santos óleos a su hijo...

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