«Te faltan segundos para enamorarte y a mí siglos para perdonarme», me dijo mientras bajaba su mirada.
Un cruce de palabras mudas sobre avenidas guiadas por el tráfico de las intuiciones y de las sospechas, cuyo destino era un atasco atroz.
Me avisaba de que la temiera, de que lo peor aún estaba por llegar y que el golpe no llegaría si no la besaba.
Tembló su mano mientras sostenía un vaso lleno de ojitos llorosos por tantos malos momentos vividos en sus días pasados.
Yo aparté el vaso, a ella la centré frente a mí.
No sabía bien por qué me decía todo aquello, era muy buena actriz y yo quería ser su trilogía, haciendo un papel secundario casi forzado, pero con la esperanza de que quedara de cine, y no cine de ciencia ficción.
Iba con el corazón de cara, ahora entiendo la hostia.
No tenía claro lo que quería decirle, sus mejillas me llamaban fuertemente a sostenerlas como si Isaac Newton aumentara la ley de gravitación universal y estuvieran a punto de caer desplomadas contra el suelo.
Así lo hice, así la miré, así la sostuve, como se recogen todas las cosas importantes en esta vida, con más amor en las manos que en el pecho.
Quise besarla, pero pensé que era demasiado, demasiado pronto, incluso diría que, aprovechado para tal situación, así que cogí aire, pausé la música, reflexioné y le dije: «Eres la mujer de mi vida».
Ella me preguntó: ¿por qué? Yo le respondí: «Fácil, porque pones en peligro la mía».