Capítulo 18: La granja

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El próximo destino quedaba a aproximadamente cinco kilómetros, apenas se veían las aspas de los molinos y la despulida pintura roja de un par de graneros, desde esa distancia Darius podía apreciar que le hacía falta al menos una remodelación. Sería un acogedor sitio para descansar y recargar provisiones a no ser que primero los echaran a patadas.

—Somos viajeros en busca de paz, no buscamos problemas, sólo un sitio donde descansar...

La joven se había encargado de memorizar un mensaje pacífico, que según ella resultaría más adecuado que llegar amenazantes como lo había sugerido Darius. El mensaje lo repetía continuamente por lo bajo, susurrando el recital que poco a poco hasta a Benny se le quedaba grabado.

—¿Creen que nos den leche o queso? —mencionó Benny al percatarse de las vacas colindando por las cercanías.

—Es una posibilidad. Pero si no quieren compartir, lo tomaremos por la fuerza.

—Deja de estar insinuando que son hostiles —siseó Linna.

Su compañero insistía en crear estrategias en caso de no ser bienvenidos; ella saludaría cordial y él sacaría su espada de forma amenazante; ella pediría por favor un vaso de agua y él buscaría indicios de veneno en la bebida; ella dormiría plácidamente en una cama y él vigilaría su puerta sin pegar un ojo en toda la noche. Le repetía constantemente que no fuese tan desconfiado, pero no daba su brazo a torcer.

—No confío en los humanos.

—Nosotros somos humanos, y tú también —ilustró Linna y el soslayo sólo braveó —. Déjenme hablar a mí y todo saldrá bien, puedo ser encantadora cuando me lo propongo.

Benny pegó un brinco de entusiasmo.

—Si hace falta ser encantador, entonces yo soy mejor. —Se apuntó al pecho con su pulgar. Entonces, hizo una expresión triste y desolada que le dio una punzada al corazón de Linna.

—Oh, vamos. Te quedarás a mi lado, haz esa expresión mientras hablo y será pan comido. Incluso si sueltas unas cuantas lágrimas quizás nos den un queso entero para llevar.

Ambos rieron a carcajadas mientras se codeaban uno al otro. Darius se percató que la confianza entre ellos había crecido enormemente en tan pocos días, muchísimo más que con él en semanas. De repente se sintió molesto.

Llegaron a lo que era la entrada principal de una casa de madera vieja, rechinaba por todas partes como lo hace la mecedora de una abuela. Estaba pintada de amarillo y rojo, o por lo menos eso deducían por los restos que quedaban adheridos, hacía años que probablemente no la retocaban. A pesar de lucir antigua y abandonada, tenía detalles que daban signos de concurrencia, como el suelo desgastado hecho por la puerta al abrir y cerrar, un periódico entreabierto que daban justo a la sección de deportes, sábanas largas y blancas todavía tendidas. Una familia vivía ahí.

Linna se paró frente a la entrada, dejó escapar el aire de sus pulmones antes de meterlo de nuevo. Les hizo señales a sus dos compañeros para que guardaran silencio.

Sus nudillos dieron golpecitos suaves a la apolillada puerta, el eco resonó por dentro. Se escucharon pasos luego de dos minutos, pasos lentos y cansados, casi podían escuchar como arrastraba los pies y mascullaba lo temprano que era, y es que apenas había salido el sol, pero Darius era terriblemente puntual y estricto con no desperdiciar el tiempo.

—Ya voy, ya voy.

Era una gangosa voz masculina. Se abrió la puerta de un empujón y los tres visitantes dieron un brinco atrás. Un hombre de barba descuidada y canosa, así como su cabello, los miró con desconcierto.

La nueva caja de PandoraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora