Prólogo

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            Su piel era tan blanca, sus ojos eran tan grises como una tormenta, sus labios tan rosados como los más delicados pétalos de las rosas, su cabello negro era tan brillante, y su cuerpo era tan increíble, que por un momento llegué a dudar si ella era una mujer real o simplemente era parte de mi imaginación aquel día en el que la vi por primera vez.

            La primera vez que lo vi, él tenía un cabello castaño todo despeinado pero con un toque sofisticado al mismo tiempo; sus ojos azules brillaban como el más intenso y pulido par de zafiros que hubiera visto jamás, y su cuerpo condenadamente erótico incitaba a fantasear con cosas que sobrepasaban el límite de la cordura.

            No sabía que era lo que me pasaba, pero no lograba quitarme a esa condenada niña de mi cabeza, todo el día la tenía allí, todo el día la pensaba, incluso cuando mi mente parecía estar en blanco había una vocecilla que pronunciaba su nombre con aquella elegancia francesa con la que se había presentado.

            Dejaba de prestarle atención a las personas que me hablaban de cosas aburridas, solamente para pensar en él, para pensar en esos intensos ojos azules, en esa gruesa voz ronca, en la manera tan erótica que tenía para moverse, en lo impulsivo que era.

           

            Me dejé arrastrar por todo cuando la conocí, supe en cuanto vi aquel circo montado allí que me había enamorado de ella, que por primera vez en mi vida todo iba más allá de un simple deseo carnal, que había unos fuertísimos sentimientos allí presentes.

            Todo era mucho más fuerte que yo, mis sentimientos me consumían el pecho y el estómago se me revolvía de la emoción. Le quería más de lo que debía para lo poco que lo conocía, todo lo que sentía por él me sobrepasaba, me exigía que me dejara llevar por ese frenesí de emociones, que me olvidara del tiempo que llevaba conociéndolo, que me permitiera a mí misma volver a disfrutar y vivir.        

            Le dije que la amaba.

           

            Éramos novios a pesar de todo lo que sucedía, de todo el embrollo en el que estaba enredada de manera inconsciente. No nos importaba el resto, no nos importaban las barreras que nos habían impuesto, nos habíamos tomado de las manos y habíamos decidido saltarlas para continuar, para demostrar lo fuerte que éramos.

            Jamás la dejaría ir.

            Tenía que dejarle si quería verlo vivir.

Los secretos nunca terminan con la muerte. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora