Prólogo
—¡Si vuelves a pasarme la mano por el pelo te voy a abrir la cabeza con el gotero! —gritó Kelly presa de otra contracción.
Ryan se echó hacia atrás, esperando que el espasmo pasara. Ya le tenía cogido el truco, o eso pensaba. Cuando ella se relajó, tan cansada que apenas podía abrir los ojos, la cogió de la mano.
Estaba tan tenso por verla sufrir de aquella forma, que pegó un salto cuando la enfermera le tocó el hombro.
—Disculpe, señor Ryan. Hay que pasarla ya a la sala de partos.
—¡No voy a dejarla sola!
—No, claro que no —contestó ella conciliadora—. Es aquí al lado y usted puede acompañarla. Es el padre, ¿no?
Esa palabra todavía no formaba parte de lo que era, y se quedó un segundo sin saber responder, cosa que no hizo inmutarse a la enfermera que debía haber visto de todo.
Otra de las enfermeras quitó el freno a las ruedas de la cama y juntas empujaron hasta una sala, tan iluminada que ni los bajos de los armarios quedaban ocultos en sombras.
Ryan no soltaba la mano de ella, que dormitaba con la suya libre apoyada en la prominente barriga. Se sentía más asustado que en toda su vida, y desearía tener delante a todos aquellos que pontificaban sobre el milagro del nacimiento, descargaría mucha adrenalina con ellos, si pudiera. Y Kelly no hubiera sido más clemente, seguro. Lo veía en su mirada salvaje cuando otra contracción la tensaba completamente, las manos engarfiadas retorciendo las sábanas, la espalda arqueada en una posición antinatural. Daría cualquier cosa para que nunca hubiese tenido que pasar por semejante tormento. De haber imaginado esto...
El médico le echó un vistazo, con toda la tranquilidad que da el haber presenciado cientos de veces el mismo drama. Ryan hubiese querido aplastarle la cara de panoli, pero una nueva contracción de Kelly, que le aplastó los nudillos con fuerza sobrenatural, lo sacó de sus pensamientos.
—Empuje ahora, señora Ryan —indicó el médico mirándola a los ojos.
—¡Me llamo Darnell, hijo de putaaaaaaaaaaaaaaaaaa! —el grito fue acompañado de un empujón, que estrujó todavía más la mano de Ryan, que no pensó en quejarse en ningún momento.
Las enfermeras intercambiaron una mirada rápida que, a Ryan, como buen policía, no se le pasó. La contracción remitió.
—¿Va todo bien? —preguntó, apremiante.
—Mejor que bien, señor Ryan. Su esposa es una campeona. Ahora unos segundos hasta la próxima contracción y esto será historia —contestó el médico, que sostenía algo en la mano.
Ryan se asomó sin apartar la mano de Kelly. ¡Oh, Dios mío! ¡Una cabeza! El doctor sostenía una cabeza diminuta entre las manos.
No se encontraba preparado para eso, ni para nada de lo que pasaba. No tenía el control y eso le desconcertaba profundamente. Ser espectador no figuraba en sus genes y, sin embargo, ahí estaba, sin poder hacer más que intentar transmitir su fuerza a aquella mujer a la que amaba por encima de cualquier cosa.
Llegó el momento. Kelly empujó con todas sus fuerzas apretando los dientes, la cara congestionada.
—Descanse un momento, señora. Necesita recuperar fuerzas —le indicó el médico que, con destreza, pinzó el cordón umbilical del recién nacido y tomó unas tijeras quirúrgicas para desligarlo de la madre.
Ryan observaba todo lo que ocurría, sin perder de vista el agotamiento que expresaba la cara de Kelly. Sentía una ansiedad enorme, mayor de la que tuvo que soportar nunca.
El bebé pasó a manos de una enfermera, que lo envolvió en una manta y lo depositó sobre una mesita, de espaldas a ellos.
—En esta contracción tendrá que volver a presionar, señora.
La contracción llegó, aunque Kelly apenas tenía fuerzas ya. Ryan le apretó la mano, había otro bebé que traer al mundo. Hubiese querido transmitirle fuerza, ponerse en su lugar.
La enfermera miró alarmada al médico al notar que la nueva contracción de Kelly no daba resultados. Él asintió y la enfermera presionó con todas sus fuerzas desde la parte superior de su barriga.
—¡Vamos, Darnell! Solo un esfuerzo más —le susurró Ryan al oído.
Ella pareció despertar y empujó con todas sus fuerzas, a la vez que lanzaba un grito ronco.
El nuevo bebé salió como en una balsa de aceite, era tan pequeño que encontró la salida sin problemas. La enfermera que estrujó la barriga de Kelly, lo acogió con profesional maestría en una manta blanca y se lo llevó al lado del otro.
Unos gemidos, lloriqueos apenas audibles llegaban hasta ellos, pero Ryan no se dió cuenta, tan pendiente de Kelly que todo lo demás se había borrado de su entorno.
—Va a tener otra contracción y no tiene que hacer nada, yo me ocuparé de la placenta —anunció el médico satisfecho, como si hubiese realizado el trabajo crucial.
Cuando Ryan echó un vistazo, se mareó, aquello parecía el escenario de un crimen. Había sangre y trozos sanguinolentos que el médico dejaba caer sobre un recipiente, a sus pies. Esto no te lo contaban en los libros que se tragó, en espera del ansiado y temido momento.
Un alarido en la zona donde estaban los bebés puso fin a todas sus elucubraciones sobre asesinatos. Kelly alzó la cabeza, despejada de inmediato.
Las enfermeras se acercaron con sendos bultos en los brazos. Ryan se sentía fuera de lugar. Todos miraban a Kelly y ella no quitaba ojo a los bebés arropados que las mujeres le traían. Colocaron cada uno a un costado de su cuerpo.
—Enhorabuena, señores... —no quería volver a meter la pata—. Enhorabuena— dijo el médico antes de salir.
Kelly no sabía a cuál de los pequeños mirar. Se sentía tan abrumada que ni se enteró de que las enfermeras la estaban limpiando, ni que la trasladaban con sus hijos a una habitación individual.
No había dejado que Ryan le soltara la mano, ni él lo intentó. No sabía qué hacer. Ella sostenía contra sí dos cuerpecitos pequeños, con los ojos y la cara hinchados, tan diminutos e indefensos que algo muy profundo se conmovió en su interior. Profundo y abrumador: acababa de ser consciente de que era parte de aquello, algo que habían hecho juntos, eran padres y responsables de aquellas vidas nuevas.
No se dio cuenta de que tenía lágrimas en los ojos hasta que se inclinó a besar a Kelly y le mojó la frente. No era creyente y los milagros le parecían una fantasía, sin embargo, acababa de presenciar el mayor de ellos, y él apenas aportó más que la mínima parte.
Acababa de ser consciente de una lección de la que ya sospechaba algo: las mujeres eran seres dotados de una fortaleza impresionante.
—Si de esta no te cortas la polla, te la corto yo —le dijo ella con una sonrisa cansada, pero satisfecha.
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Tatuaje Blanco (Instinto de manada III)
ActionRichie vuelve a su hogar de infancia, un sitio en el que fue feliz y que terminó odiando. Bosques, el murmullo de las hojas, el canto del riachuelo..., parajes y sensaciones que le recuerdan a su madre. En su honor luce el único tatuaje que adorna...