Abro los ojos poco a poco una luz me ciega. Parpadeo hasta que mis ojos se acostumbran a la fuerte luz que entra por una rendija de la ventana. Miro a través de ella. Veo las nubes, el cielo y a mis pies, Madrid, mi precioso Madrid. Está amaneciendo y el sol lo baña todo con su esplendor haciéndolo aún más bonito si cabe.
Lo echaba de menos.
Han pasado diez años desde la última vez que lo vi. Me despedí de la misma manera que ahora me vuelvo a reencontrar, en un avión.
Estamos a punto de aterrizar y aunque haya montado en avión miles de veces sigue poniéndome nerviosa, no me da miedo ni nada de eso, es solo que al aterrizar y despegar me entra una sensación extraña en la boca del estómago.
Las azafatas avisan de que estamos a punto de aterrizar y que por favor no debemos levantarnos del sitio hasta que ellas lo digan y, sobre todo, que nos abrochemos el cinturón como indican la señal luminosa que hay encima de nuestras cabezas, todo esto dicho tanto en español, como en inglés, como en alemán.
Quince minutos más tarde me encuentro caminando por la terminal de Barajas buscando la salida. No se por qué, pero en todos los aeropuertos acabo perdiéndome. Después de dar un par devueltas consigo localizarla. Tengo la suerte de encontrar un taxi libre, lo que es casi un milagro, y me monto. Podría haberme ido en trasporte público, (no estoy acostumbrada a coger taxis), pero llevo muchos años sin montarme en el metro de Madrid y si ya me ha costado veinte minutos encontrar la salida del aeropuerto, llegar hasta mi casa en metro me llevaría días. Mejor no arriesgarse.
Después de tragarnos unos cuantos semáforos y unas cuantas rotondas el taxista para y me dice que ya hemos llegado. Me asomo un poco por la ventana y veo la fachada de mi edificio, blanca toda ella y con ese aire de otra época. No os lo he comentado pero vivo cerca del retiro y de la puerta de Alcalá, en uno de esos edificios del antiguo Madrid.
Pago al taxista y me bajo.
Entro en el portal y saludo al portero, por la cara que pone no ha debido de reconocerme, por lo que se queda mirándome como extrañado, yo sigo hasta el ascensor sin decir nada más y subo hasta el séptimo y último piso del edificio.
Llamo a la puerta, a pesar de que tengo llaves prefiero no entrar todavía en mi casa no vaya a ser que les de un infarto pensando que soy un ladrón que ha entrado para robar.
Me sudan las manos y me tiembla todo el cuerpo. Aunque ya estamos a mediados de septiembre sigue haciendo muchísimo calor y mis nervios no ayudan. Cuando estoy a punto de llamar de nuevo, la puerta se abre y aparece en el umbral una mujer que en apariencia no debe de tener más de cuarenta y cinco años, no muy alta, de pelo castaño y ojos color oro viejo, vestida con una blusa rosa palo, unos pantalones vaqueros y un delantal de lunares rojos y negros manchado de harina y, sobre todo y lo más gracioso, es que va descalza. Y antes de que pueda decir nada se lanza hacía mí y me abraza.
-Hola mamá-consigo articular separándome un poco de ella.
-¡Ay Dios Santo! ¿Eres tu Isabel?-dice mi madre abrazándome de nuevo-¡Ay madre mía! Pero qué guapa que estás. ¡Ernesto!-grita mi madre metiéndome para casa sin dejar de abrazarme-¡Mira quien ha venido!
-Marisa, ¿por qué gritas? Que se van a enterar todos los vec...-comenzó a decir mi padre mientras se limpiaba las gafas en la camisa azul a rayas, pero al verme se quedó mudo
-Hola papá yo también me alegro de verte-le dije acercándome a él y quitándome a mi madre de encima.
-¿Nenita eres tú?-dijo estrechándome entre sus brazos-Pero que grande que estas.
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Sin nombre. Simplemente una historia sin más.
RomanceIsabel. Una chica como otra cualquiera. Con una capacidad especial de captar y apreciar el arte. Se perdió así misma hace mucho tiempo. Ahora, de vuelta a Madrid, de vuelta a su antigua vida. Dispuesta a reencontrarse con los recuerdos, a conoce...