U N O

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Ni bien ingresaron a lo que iba a ser su albergue secreto en Lagos, Nigeria, Natasha Romanoff supo que esa misión, que no duraría más de una semana, se iba a volver ardua, pesada y eterna.

Desde que llegaron a las coordenadas indicadas, y especialmente cuando pudo visualizar a una distancia considerable la fachada de lo que iba a ser su resguardo por los siguientes días, pudo formar una idea en su cabeza de lo que le esperaba allí adentro. Es solo que le costaba asimilar que iba a pasar esa semana metida ahí. Le costaba, o no quería.

Su compañero fue el primero en subir las escaleras, y aun así la esperó para abrir la puerta, con su porte ligeramente cansado y cargando su bolso en mano. Una vez que ambos estuvieron en frente del umbral, Clint Barton metió la llave en la rendija y la giró. Se oyó un crujido, y rechinando, la puerta de metal se abrió de a poco, dejando a la vista un cuarto sumido en la penumbra. Clint, otra vez, fue el primero en pasar; sin muchas ganas, Romanoff lo siguió. El arquero dejó su bolso en el suelo, buscó el interruptor de la luz y una vez que el foco, que colgaba simplemente de un cable, se encendió, vislumbro su alrededor con las manos descansando en su cintura. Estaba ligeramente encorvado, parecía fatigado, pero luego de analizarlo Natasha decidió que no iba a preocuparse por aquello, después de todo el viaje también la había cansado a ella.

Llamarlo simplemente albergue a ese lugar era minimizar y resumir su función. El edificio de tan solo tres pisos estaba ubicado en el norte de la ciudad, en el sector más olvidado y descuidado de la zona; era, por las conclusiones que habían sacado, una construcción que en sus mejores tiempos había sido utilizada como una fábrica, para pasar a ser un depósito hasta lo que terminó siendo ahora: una edificación abandonada y deplorable que solo iba a ser utilizado como un refugio para dos agentes, aprovechando la discreción y cierta seguridad que éste les brindaba.

Clint soltó un resoplido, se pasó la mano desde la nuca hasta su cuero cabelludo y se sintió lo transpirado que estaba. Comenzó a sentirse incómodo y molesto. De la nada, la lamparita comenzó a titilar y una vez que se estabilizó, la iluminación disminuyó considerablemente.

-Este lugar es una mierda -opinó, con dureza y fastidio, transmitiendo su desagrado en la voz.

Natasha hizo un gesto de asentimiento silencioso que Barton no captó y tampoco se molestó en que lo viera. Estaba de acuerdo, sí, pero en su interior quería seguir negándolo, quizás de esa forma la estadía no se le iba a volver una tortura. Se recordó con ímpetu que habían estado en lugares peores, pero necesitó decirlo en voz alta para por lo menos hacérselo creíble.

-Estuvimos en lugares peores -le recordó, sin preocuparse por elevar la voz para que la escuchara. Se lo dijo más para ella misma que para él y sin embargo, decirlo a lo alto le siguió pareciendo un pensamiento desacertado como antes.

El cuarto donde se encontraban, que iba a cumplir la función de habitación, no era tan extenso, pero a pesar de su estado maltratado, parecía ser el que mejor se encontraba de todos los tantos que poseía el edificio. Por lo que pudo distinguir, había varios caños oxidados en los techos que traspasaban la habitación así como manchas de humedad y moho, algún que otro mueble que se mantenía de pie a duras penas, una mesa de madera junto a una silla y lo mejor de todo: una ventana que, a pesar de tener los cristales un poco rotos y sucios, prometía ser su única salvación para las oleadas de calor que padecía esa ciudad, un alivio para la humedad agobiante que desprendía las paredes y además ser una fuente de iluminación más confiable que la que colgaba del techo.

Natasha estaba revisando el interior de un armario que acababa de descubrir cuando oyó, una vez más, a su compañero quejarse.

Surrender the nightDonde viven las historias. Descúbrelo ahora