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5. Intenciones desconocidas

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Su presencia me atravesó igual que un dardo envenenado. De todo lo que podría haber sospechado que aparecería en aquellos segundos antes de verlo con claridad, nada se acercó a la verdad.

―Maldito Stone ―exclamé más que sorprendida, casi sin darme cuenta de que lo dije en voz alta.

Diego torció la boca como si lo hubiera interrumpido cuando estaba a punto de decir algo y, a pesar de que mi insulto lo tomara desprevenido, le causó gracia.

―A mí también me alegra verla ―respondió con un notorio sarcasmo.

―No puedo decir lo mismo.

―Qué pena.

―Lo es, considerando que usted está en mi cuarto.

―Muchas personas dirían lo contrario.

―Muchas personas han perdido la cabeza también.

Mientras Diego examinaba mi habitación, yo lo contemplaba con curiosidad. No estaba segura sobre cómo me sentía acerca de tenerlo aquí.

Estaba de pie cerca de la puerta, vistiendo una camisa con las mangas un poco arremangadas, lo que resaltaba sus brazos musculosos, y unos pantalones del color de su clan. Todo en aquel heredero resaltaba aquí, siendo el perfecto contraste entre lo que él significaba y lo que yo representaba, recordándome que estábamos destinados a ser enemigos hasta la muerte.

―De ser así, si yo quisiera estar en su cuarto, ¿cómo debería pedir permiso? ―preguntó Diego, conduciendo sus ojos diferentes y naturalmente intensos de vuelta hacia mí―. ¿Qué haría que me dejara entrar?

Desconfié de su disposición complaciente. Faltaba una hora para el toque de queda y yo desconocía sus intenciones.

Mi pecho se hundió al espirar y percibí el roce de mi vestido color lima que dejaba mis hombros desnudos, sosteniéndose con un par de tiras, y cubría el resto de mis brazos con sus mangas. Lo llevaba puesto desde que me cambié al concluir el entrenamiento físico y fue ligero. Lo raro era que en la actualidad se sentía bastante pesado sobre mí.

―Solo dígame qué quiere ―exigí saber, escéptica―. Porque debe querer algo para venir aquí.

La curiosidad revoloteó en mi interior como una mariposa capaz de causar un huracán.

―Deseaba preguntarle cómo estaba ―respondió Diego, adentrándose aún más en mi dormitorio.

Por más que me mantuve firme en mi postura, mi reacción interna fue diferente. Lo que me sacó de mi asombro fue que me preguntara cómo estaba. Había olvidado la última vez que alguien lo hizo.

Él mentía demasiado bien y yo desconfiaba de todos. No era una buena combinación.

La ironía era nuestra lengua común. Por consiguiente, dije:

―Bueno, sigo viva, si eso es lo que pregunta. ¿O vino a matarme mientras dormía?

―Apuesto a que, si uno de los dos consideró esa opción, fue usted.

―No lo voy a negar.

―No esperé que lo hiciera.

Un suave jadeo brotó de mí en vez de una sonrisa. Me quedé sin una respuesta para prevalecer en aquel juego de odio que se desarrollaba en las oportunidades que hablábamos.

—Eso no es una respuesta.

―Le prometo que estoy desarmado —aclaró Diego previo a alzar sus manos equipadas con un par de anillos.

Alcé ambas cejas. Él era un arma en sí.

―Los dos sabemos que es mentira.

―Bien ―repuso entre dientes, aceptando que yo tenía un punto―. No vine a pelear.

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