I

923 55 0
                                    

Regresó a su casa nuevamente angustiado.
Una carta representaba casi una aventura. Otra carta marcaba un camino, una
peligrosa senda por la que, en caso de internarse, bordearía el peligro.
Aquella segunda carta era un puente.
¿Cuántas cartas necesitaría Elsi para ser feliz?
¿Y cuántas Brígida para liberarse?
Si no la escribía, jamás podría regresar al parque Steglitz. ¿Cómo iba a ser capaz
de encontrarse a Elsi días o semanas después fingiendo indiferencia, o envuelto
en una dolorosa mentira? Sería incapaz de enfrentarse a su nueva amiga con la
paz y la serenidad necesarias. Le habría fallado.
Pero si la escribía se metería en unas arenas movedizas que se lo tragarían muy lentamente.
Llegó a su edificio, entró en el vestíbulo. El azar quiso que se tropezara con la
señora Hermann y su hija bajando la escalera. La saludó cortésmente, inclinando
la cabeza. Se había quitado el sombrero nada más abandonar la calle, así que no
forzó el gesto. La mujer correspondió a su saludo mirándolo de la misma forma
sospechosa que el día anterior. La niña, de la mano de su madre, era una copia
en rubio del ángel del parque Steglitz. No llevaba ninguna muñeca con ella.
El intercambio fue rápido.
Mientras subía la escalera, oyó la voz de la pequeña, alta y clara, justo en la puerta
de la calle:
–Es raro, ¿verdad, mamá?
–¡Chsss...! –la reprendió–. ¡Te va a oír!
Contó los peldaños. Solía hacerlo. Cada vez se fatigaba más. La angustia, sin
embargo, no provenía en esta ocasión de su tuberculosis, sino de aquel nuevo
reto.
La segunda carta de Brígida.
Recordó la despedida de Elsi en el parque unos minutos antes. La había visto
sonreír por primera vez. Todo un regalo.
–Gracias, señor cartero.
–No hay de qué, Elsi.
–Hasta mañana.
La primera carta había sido un modelo de exquisitez, estaba seguro. Le costó
mucho redactarla, por eso se sentía orgulloso de ella. Hizo distintos borradores,
estudió el tono, cambió palabras, calculó la intensidad, buscó un lenguaje sencillo
y comprensible...
–Franz, ¿hablas en serio? –se detuvo en un descansillo, preocupado.
Hablaba en serio.
–¿Vas a seguir con eso?
Iba a seguir.
Él, un hombre adulto, escritor complejo, escribiendo cartas de una muñeca a su
dueña.
Estaba metido hasta las orejas en una trampa de la que no sabía cómo escapar y
que no podía dejar a medias una vez iniciado el juego. Si no se presentaba al día
siguiente en el parque, sería peor.
Llegó a su rellano, abrió la puerta y se encontró con Dora esperándolo.
–¿Cómo te ha ido?
–Oh, bien.
–¿Se ha quedado satisfecha?
–Sí, mucho.
–Bueno, por lo menos la has hecho feliz –Dora le echó los brazos al cuello y lo
besó en los labios–. Eres un loco maravilloso y eso me encanta.
No sabía si decírselo, pero tenía que hacerlo. Volvía a sentir aquella fiebre.
–Hay un problema.
–¿Cuál? –su compañera abrió los ojos.
–He de escribir otra carta.
–¿Por qué? –le mostró su sorpresa.
–Porque Brígida es una muñeca viajera, no puede recibir cartas de Elsi, y ella
espera que le cuente cómo le va en su nuevo destino.
–¡Franz!
–Lo sé –aceptó el compromiso de sostener su mirada–. Pero ¿qué querías que
hiciese? Ella confía en mí.
Confiar.
–No la conoces de nada, y ella a ti tampoco.
–Da igual, es una niña. Lo único que cuenta es eso. El tema se ha convertido en
una responsabilidad mía.
–Creía que ibas a continuar con tu libro...
–¿Cómo quieres que ahora piense en escribir cualquier otra cosa?
Dora se cruzó de brazos. Llevaban poco tiempo juntos, pero lo conocía muy bien.
Los problemas, de su salud y otros, no hacían sino unirles más. Conocía aquella
mirada, aquella determinación, la intensidad de la energía que parecía desbordarle el alma cuando se apoderaba de él.
–Así que vas a meterte en tu estudio –suspiró.
–Sí.
–¿Y desde dónde escribirá Brunilda...?
–Brígida.
–Da igual, ¿desde dónde escribirá Brígida esta vez?
Franz Kafka lo pensó unos segundos.
Luego sonrió.
–¿Qué tal París? –propuso.

Franz Kafka y la muñeca viajeraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora