“El fin justifica los medios.”
—Nicolás Maquiavelo.
Mi abuelo solía repetir esa frase como si fuera un loro cada vez que me llevaba al trabajo familiar. Al principio, no lo entendía, pero cuando cumplí quince años comencé a comprender a que se refería.Vengo de una familia de clase baja, de un barrio en el que puedes perder la vida si sales a la esquina cuando se oculta el sol. No estoy orgulloso de eso, pero tampoco puedo quejarme mucho. Es el lugar en donde nací y me crie. Tengo recuerdos malos, pero también felices.
Mi padre murió cuando tenía treinta, mi abuelo llego un poco más lejos y me crio a medias. Vivíamos en una casa de cemento, rodeados de casa de chapa. Digamos que éramos los ricos del vecindario, aunque de ser ricos estábamos realmente lejos.
Yo iba a la escuela y hacia las tareas mientras mi madre dormía hasta las doce luego de haber trabajado toda la madrugada. Mi abuela y mi abuelo se pasaban todo el día en el galpón haciendo caramelos. Crecí y descubrí que mi madre en realidad no trabajaba, sino que estaba drogada todo el día y que mis abuelos no hacían dulces, sino drogas caseras que se encargaban de vender.
Si, naci en una familia desastrosa, pero no era tan mala como piensan. Recibí mucho cariño durante mi infancia y fui llenado de lujos que mis amigos del barrio no podían ni siquiera soñar. Me compraban pastel por mi cumpleaños, hemos ido a la playa alguna que otra vez, incluso me subí a una montaña rusa cuando tenía trece.
A pesar de que mi madre no sabía ni mi nombre, solía cantarme canciones para dormir que realmente me hacían sentir seguro. A veces, me contaba historias con final feliz.
El tema fue cuando murió mi abuelo, yo tenía veinte en ese entonces. Había terminado la secundaria y empecé a encargarme del negocio familiar: la fabricación de caramelos. Era realmente bueno en eso, no dudaba de mis habilidades, el único problema es que mi abuelo era quien sabía manejar los clientes. Yo no.
El viejo murió de un infarto, como un campeón, con una lata de cerveza, un cigarrillo y viendo un partido de futbol. Quisiera morir como él. Si, lo sé, no tengo expectativas muy altas. Pero en mi barrio, morir de un infarto a los sesenta años es todo un logro.
Al heredar el negocio familiar, mi abuela no podía seguir trabajando. Le fallaba la rodilla por la artrosis. Todo caía sobre mis hombros. Me considero un tipo fuerte, así que yo creía que podía con eso.
Pero los problemas siempre fueron los clientes. En un barrio como el mío y en un rubro como en el que trabajaba, fue una sorpresa que no muriera con mi padre: vendiendo droga en el territorio de un verdadero narcotraficante.
Sin embargo, sobreviví victoriosamente hasta los veintidós.
El único problema es que estaba por cumplir veintitrés en una prisión de alta seguridad. No, no piensen mal de mí. Yo sería incapaz de lastimar a alguien. No me gusta la violencia, para nada. Recurro a ella solo cuando no tengo más opción.
Unos tipos entraron a mi casa, atacaron a mi abuela, violaron a mi madre, me golpearon hasta quebrarme tres costillas y romperme la nariz. Lo único que quería hacer era espantarlos y proteger a mi familia. Así que cuando ellos se distrajeron, tome el arma de mi abuelo arriba de la cocina.
No iba a disparar, iba a asustarlos, pero uno de ellos comenzó a forcejear conmigo. El arma no tenía el seguro puesto, así que cuando tire del gatillo, disparo y lo atravesé. El tipo cayo inerte al suelo, como si fuera un jodido muñeco de trapo.
La policía, que fue alertada por los vecinos, llego minutos después. El otro sujeto huyo y yo me quede con el arma en las manos, un cadáver y dos mujeres violentamente agredidas. No importaba que dijera, yo era el culpable.
Después de todo, era un tipo nacido en un barrio de mala muerte que vendía drogas, con una madre drogadicta, con antecedentes penales de parte de mi familia. Tenía el arma en la mano y no más había testigos. Mi madre no entendía nada y mi abuela fue hospitalizada. Tampoco importaba si hubiese matado a ese tipo en defensa propia, a la justicia le salía más barato simplemente mandarme a la prisión que pagarme un abogado.
Así que si. Esa es la razón por la que estoy aquí compartiendo la celda con un tipo llamado Elías Menken que usa mi culo como si fuera su juguete sexual favorito.
¿Por qué no me defiendo? Les voy a confesar algo, en este tipo de lugares hay ciertas reglas. Reglas muy diferentes a la civilización. Y cuando uno aprende a jugar a base de golpes y derrotas, se da cuenta que el camino más fácil es adherirse a las reglas del juego y no romperlas.
“Uf.” Puedo escuchar su jadeo en mi oreja mientras aprieta sus manos en mis caderas y me embiste con más fuerza. Yo no hago más que contener el aire y apoyar mi cabeza contra la pared de cerámica del baño. “Tu culo es el mejor.”
Suelo apagar mi cabeza cada vez que Elías comienza a hablar, porque de su boca no salen más que barbaridades que los niños no deberían escuchar.
Mi nombre es Demian Clarkson, me dedico a vender drogas, mate a un tipo y voy a cumplir veinticuatro años mañana. Pero lo más importante es que a aquí me conocen como “la perrita” de Elias Menken.
Y me gusta. No piensen mal de mí, pero ese título es mucho mejor que ser “la perrita” de todo el pabellón. Y créanme, lo sé por experiencia.
Así que sí, estoy de acuerdo con Maquiavelo y con mi abuelo: El fin SI justifica los medios.
Quizás todavía no aprendí la lección.
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Preso ©
ActionGeorge era inocente, pero nadie le creía. Demian se había equivocado, pero no era malo. Y Elias Menken...bueno, él era un total hijo de puta que quería hacerles la vida imposible tanto dentro como fuera de la prisión. Basado en un rol.