- ¿Cómo te sientes, Aarón?
Estaba en el despacho del psicólogo del instituto. Apenas habían tardado dos semanas en mandarme ir, ¡nuevo récord!
- Siento como si un demonio escalase mi espalda, hundiéndome en el suelo, tratando de hacer que hinque la rodilla en él, rindiéndome.
El psicólogo me miró con esa cara de “Está loco.” que ya estaba cansado de ver.
- Me duele el pecho y me cuesta respirar – intento explicarme de forma más sencilla.
Él asiente pensativo y acaba por recetarme unas pastillas.
- No pienso tomarlas – me digo a mí mismo-, unas pastillas no harán que me sienta mejor.
No volví a clase, sino que me dirigí a los servicios, donde estaban fumando los malotes de turno. Traté de entrar en uno de los lavabos sin mirarles a la cara, pero me tomaron del brazo y me empujaron contra la pared, dándome patadas en el vientre, uno tras otro, hasta que me desplomé en el suelo. Reprimí todo gesto o alarido de dolor. Apagaron sus colillas en mi brazo y se largaron riendo.
Tardé unos minutos en poder incorporarme, me lavé la cara y sonreí. Sonreí, como siempre. Mostré esa sonrisa falsa que todos parecían creer y volví a clase. Recorrí toda el aula hasta llegar a mi pupitre, apartado de todos los demás. Un chico me dedicó una extraña sonrisa de… ¿compasión? Como fuera, él lo sabía. Se acercó a mí y me susurró:
- Son ellos los que deberían sufrir y no tú, ¿no es cierto?
No respondí. Esperé cabizbajo a que acabase el cambio de clase y el chico volviera a su asiento. Sin embargo, aunque el profesor había entrado, él seguía ahí, penetrándome con su mirada.
Sonrió, acercó sus labios a mi oreja y susurró:
- Yo te ayudaré a hacerlo, tranquilo. Por cierto, me llamo Carlos.
Acto seguido, salió de la clase sin dejar de mirarme.
Me retorcí en mi asiento.