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Lo que más preocupaba a Mayra no eran las continuas llamadas de la gente. Ni siquiera la interminable lista de formularios que había tenido que rellenar. Lo que de verdad la fastidiaba, era que ni siquiera tenía un cuerpo que enterrar.

Ni por instante se había creído la versión de la policía en la que alegaban que su hermana y su marido podían haber escapado ante la responsabilidad de cuidar a su hijo. Como si el hecho de dejar las tarjetas de crédito, el dinero en efectivo y la documentación que tuviesen, fuese de lo más normal a la hora de huir.

<<Es una posibilidad>>.

Recordó que le había dicho con voz monocorde el guardia que la atendió en comisaria cuando exigió más explicaciones. Sí, y también que el mundo acabase a finales del dos mil doce y aquí estamos. Refunfuñó malhumorada intentando poner el pijama a Marco sin llegar a romperle el cuello.

—¿Te quieres estar quieto? —le pidió por sexta vez esa noche.

—Es que me haces daño —respondió el pequeño con voz lastimosa.

—¡No te haría daño si no te movieses! —exclamó más fuerte de lo que pretendía.

Con firmeza, le sujetó la cabeza para, de un tirón, poder pasarla por el agujero del pijama.

—¿Ves cómo ha sido fácil? —comentó ignorando a propósito las lágrimas—. Ahora a la cama sin rechistar.

—Pero es que quiero jugar —protestó, haciendo un sonoro ruido al aspirar por la nariz—. Mamá me dejaba jugar con el pijama puesto. Quiero que venga mamá.

Aquella petición rompió el corazón de Mayra que luchaba con todas sus fuerzas para no derramar el agua que estaban acumulando sus ojos.

¿Cómo iba a decirle que su madre nunca más iba a regresar? ¿Cómo iba a aceptar ella que no la volvería a ver?

Estaba muerta, esa era la única explicación posible para su desaparición. Estaba muerta y ellos estaban solos, y tenía que ser fuerte por Marco. Tenía que desechar sus miedos y preocupaciones y luchar por que el niño estuviese bien. Era su obligación.

Mayra se frotó los ojos fingiendo una sonrisa mientras sacaba fuerzas para hablar.

—Está bien, pero solo diez minutos. Luego a la cama sin protestar ¿de acuerdo?

El niño asintió entusiasmado mientras se lanzaba a por el peluche de un vaquero que le había regalado su padre por navidades.

Un suspiro cansado se escapó de entre los labios de Mayra sin dejar de mirar al pequeño.

—¿Cómo lo hacías hermanita? —musitó para sí misma.

Dejándole algo de intimidad, la mujer salió del cuarto sin cerrar la puerta para poder escucharle desde el salón.

Sus pretensiones de ver algo interesante fueron menguando a medida que cambiaba el canal del televisor sin encontrar nada. Por si fuese poco, la idea de que al día siguiente tendría que madrugar para ir a trabajar la estaba agobiando.

A través de los cristales un rayo inundó las paredes, de color salmón, mientras el trueno las hacía vibrar. A los dos segundos los gritos y lloros de Marco no se hicieron esperar sonando con fuerza desde la habitación.

Se le escapó otro suspiro mientras se levantaba del sofá para ir a tranquilizarle. Y pensar que hacía poco era ella la que se permitía tener pánico en noches como esa. Ahora, ni siquiera le estaba permitido tener miedo.

Otro trueno estaba sonando con fuerza cuando ella entró en el cuarto. Escondido bajo las sábanas, los sollozos del niño aun eran audibles.

—¿Qué te pasa? —le preguntó intentando suavizar su voz—. ¿Es que te dan miedo las tormentas? —Al retirarle las mantas, el niño se hizo un ovillo en un intento de pasar desapercibido—. No pasa nada si es así. Conozco a muchos niños valientes que les dan miedo los rayos.

Noche de rayos y truenosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora