Llego y ahí está, sonriente. Pongo cara de extrañada y su expresión facial cambia al instante. Está enfadado, como esperaba, es normal.
Esa cara no la había hecho jamás. Llevo horas sin comer nada, pero el nudo en el estómago que acaba de provocarme sumado a los nervios que llevaba antes por su llegada y el miedo han hecho que tenga ganas de vomitar.
Me acerco a él, con miedo y lo sabe, debe de notárseme, me acoge entre sus brazos para, a continuación, premiarme con un cuarteto de bofetones en la parte izquierda de mi cara. Supongo que le habrá dado lástima la derecha y habrá preferido no dañarme hasta tal nivel.
Inspiro por un momento el olor masculino que desprende y corro en busca de la habitación de invitados. De nuevo, donde ayer. De nuevo, donde cada día. Vuelta a la rutina.
Recapacito y salgo disparada a prepararle la cena. En realidad, no sé qué estoy haciendo cuando debería de estar ahogándome en lágrimas. Pero he aprendido la lección: tengo que estar a su servicio lo máximo posible.
Me lo encuentro sonriente frente a mí cuando salgo de la habitación y le pregunto si quiere la ternera de mediodía o prefiere que le prepare algo ahora en el momento. Como temía, prefiere lo segundo, así que me pongo manos a la obra mientras él me observa con cara de deseo.
Hace mucho que no consumamos. Lo cierto es que las condiciones no han sido las mejores, de hecho, han sido pésimas. No tengo ganas y se lo hago saber, pero responde mosqueándose más aún, así que reculo y me muestro impasible, a la espera de su reacción.
No reacciona tan duramente como me esperaba: sólo han sido tres caricias y el hecho de que me haya empotrado contra la encimera y luego sobre la mesa. Sinceramente, esperaba algo peor.
Por la mañana me despierto por las voces que vienen del salón. La tele, la dichosa tele. Se la ha vuelto a dejar encendida por enésima vez. No me cuesta nada y como no está, me levanto y la apago para acallar ese chisme que estaba produciéndome dolor de cabeza mientras dormía.
Sé que lo de anoche comenzó por capricho suyo, que no era de verdad algo que yo quisiera hacer, pero terminó gustándome. Hacía tiempo que no me sentía llena.
Me siento en el sofá a contemplar mi vida y planificar mi día y me levanto sobresaltada del dolor de glúteos que tengo. Deben de estar en carne viva, seguro. Supongo que esa fue la parte mala de anoche: sus cariñosos azotes. No creo que vuelva a comprarle cinturones de piel.
Me estoy replanteando, incluso, si no debería dejarme hacer esto más de vez en cuando, aunque empieza a escocerme la herida glútea y me reafirmo en mi previa negación.
Desayuno y decido arreglarme y maquillarme para marcharme a dar una vuelta. Anoche le pregunté si vendría a comer y me dijo que no, así que tengo tiempo de sobra para hacer lo que me plazca.
Estoy dispuesta a salir de casa y caigo en que no tengo el móvil encima y Álvaro insistió, directamente atentando contra mi físico, en que lo llevara siempre encima.
Entro, lo cojo y cuando estoy saliendo por el portal, me cruzo a la vecina del piso de abajo: la persona más cotilla y pesada que he conocido en mi vida. Suerte la mía y la de mi cara que la parte derecha ya no tenga el moratón de ayer por la mañana. En la parte izquierda, en fin, no ha salido nada.
Clara no sabe nada de todo lo que ha pasado, de hecho, nadie lo ha hecho, pero conociéndola se enterará en el momento alguien lo sepa. Así que mi conciencia asimila la idea de que nadie tiene que enterarse. De absolutamente nada.
Charlamos durante cinco minutos y me excuso con la idea de que he quedado con una amiga. Ojalá, pero no. Hoy es plan sólo mío. Me toca disfrutar a mí sola, sin nadie que me complique, nadie que me estorbe; sólo yo.