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Cuándo tenía siete años lancé un avión de papel.

Jamás fui bueno para hacer aviones que se vieran bien ni mucho menos que lograran mantener el vuelo. Decir que en esa ocasión voló como nunca sería mentir de sobremanera.

Yo había salido al pequeño metro cuadrado que se conocía como jardín en ese entonces, en contra de todas las reglas de mi santa madre —quien se encontraba durmiendo tal y como hacía todas las tardes luego de un día de quehaceres en casa—. Reglas que decretaban estrictamente no pasar del umbral, bajo ninguna circunstancia.

Me encontraba tendido en la hierba humeda dibujando las escasas flores amarillas que crecían a mi alrededor. Usé muchos tonos y marcadores para dar a entender que eran muy hermosas ante mis soñadores ojos de infante, ojos que nadie ha visto desde esa época... Ya no creo poder ver el mundo de la misma forma.

Y al terminar mi obra de arte me dispuse a entrar de nuevo a mi habitación para pegarlo en mi —ya cargada de otras asañas— pared blanca.
Sin embargo no entré, no en ese instante, miré por el rabillo del ojo a una niña de coletas que se balanceaba de un lado a otro como una diminuta mariposa. Algo inexperta en sus pasos sin duda, pero eso no parecía ser un obstáculo ni para ella ni para sus pequeños pies descalzos.
Bailaba, una melodía que no logro recordar y que en ese momento no importaba, al otro lado de la cerca de madera descuidada; costado izquierdo de mi morada.

La sombra de sus brazos se asomaba entre los tablones como los dedos temerosos que tocan la masa cruda de un pastel que su madre descuidó al voltearse. El probarla, el mirarla, oh, esos eran los verdaderos placeres de la vida.

Dejé mis colores y crayones sobre la hoja en la que con anterioridad dibujaba, manchandola en varias zonas como si ya no me importara en lo más mínimo (ahora confirmo que jamás tuvo importancia alguna. Mi repetitivo desinterés) y corrí a la cerca para tener una mejor vista del espectáculo prohibido.

El verla a tan corta distancia de mí pero siendo separados por una muralla impenetrable me recordó a una de las historias que mi madre solía contarme durante las tardes lluviosas. Esa historia sobre un amor joven e intrepido: amor entre Romeo y Julieta.

Sin embargo, contrario a la historia sobre la valentía, ocurrió lo inevitable. Ya que luego de esa fugaz asociación, el sentimiento menos preferible para la ocasión dio acto de presencia: miedo, terror.
No podría acercarme a ella ni aunque mi vida dependiera de ello y yo mejor que nadie lo sabía (sí, incluso al tener tan sólo siete años de edad se empieza a usar la expresión: me conozco).
Al entender mi nada favorable situación me alejé a pasos lentos de los tablones mohosos sin apartar ni por un segundo mi mirada de esa hermosa desconocida.

Nuevamente en mi lecho de soledad retomé la recolección de mis materiales y entre tanta frustración una hoja blanca se escapó de entre mis dedos siendo jalada por una brisa pasajera.

Me surgió una idea.

Recuperé la hoja y colocandola en el pavimentado suelo de mi porche inicié mi jugada. Un doblez por aquí y un par que repetí a causa de un error por allá. En unos segundos tenía en mis manos un avión blanco de papel.
No era perfecto, sus alas eran anchas y cuadradas, su punta no era nada fina y tenía un poco de tierra en los bordes, pero era mi avión, mi avión blanco de papel.

Saqué un marcador rojo, luego lo devolví a la caja, saqué un crayon verde, lo miré unos instantes y nuevamente lo devolví a la caja. Finalmente tomé un lápiz azul y con una sonrisa en mis labios escribí mi mensaje.

«Hola»

No, que simple.

«¿Como estas?»

Ni siquiera sabe quién soy.

«Estoy solo»

Patético, ¿realmente pensé en escribir eso? No no, eso no.

Tuve otras ideas que fueron desechadas al tiempo al que a mi mente llegaban. Finalmente escribí lo siguiente en el ala derecha:

«Tu baile es bonito me aburri y queria entrar a mi casa pero luego eleji quedarme a verte no te enojes»

Desde luego no era Shakespeare pero, en ese entonces pareció ser suficiente para mí. Con todos los detalles, faltas horribles de ortografía y las desaparecidas tildes e invisibles comas.

Tomé el avión con ambas manos (para entonces sudorosas y sucias) y dí cuatro cortos pasos en dirección a la cerca.
Alcé mi mano izquierda al frente para trazar un curso, colocando la derecha, portadora del mensaje volador, en mi mejilla.
Respiré hondo una vez, dos veces, tres, cuatro.

Lo lancé, lo lancé y corrí a mi hogar.
Cerré la puerta principal de un brusco y sonoro empujón y seguí mi trayecto hacía la parte baja de la ventana.
Asomé mi cabeza por entre las cortinas de la misma observando a mis hojas siendo jaladas por el viento: no había terminado de recoger mis cosas.
Los crayones de colores se encontraban en la caja, pero mis dibujos estaban ganando casa vez más territorio lejos de casa.

No los volví a ver.
Ni a ellos ni a la niña de coletas que danzaba en su mundo de melodías suaves.
Tampoco vi a mi avión de papel después de eso.
¿Se habrá atascado en alguna planta del jardín? ¿Se habrá alzado en vuelo hacía el cielo? ¿Habrá caído en picada hacía la tierra humeda y el sereno?
No lo sabía y tampoco sabría decir si en ese momento me importaba. Luego de ver a mis obras volar en direcciones desconocidas solo recuerdo escuchar el golpe de una puerta al cerrarse. Mi madre había despertado, no estaba de buen humor.

Ahora que han pasado los años de ese casi encuentro, de esos dibujos escapando hacia la nada y de esa regañina por desobedecer una última vez a las palabras de mi madre. Ahora, ahora que han pasado los años reflexiono, reflexiono sobre todo.
Entonces era sólo un niño pero, incluso ahora, esa niña me atormenta en sueños incluso si no me he dormido aún: con sólo cerrar mis ojos la veo bailar a mi lado.

Puede que sea un enfermo pero, repito, esa diminuta bailarina me atormenta en sueños desde entonces y no diría que son sueños sobre hadas mágicas.
Me obsesioné con su sombra entre tablones ásperos, con sus pies descalzos entre la hierva y con sus delgadas coletas agitadas por sus movimientos.

La culpa la tiene mi avión. Él no volvió ni con buenas ni malas noticias, él simplemente no volvió.
La culpa de esta noche de insomnio la tienen todos esos lejanos sucesos.

Sucesos que se repiten como un patrón del horror:

«Jardín, hojas, danza, crayones, avión. Casa, madre, castigo»

Oh madre mía. Ella nunca fue una mujer agresiva, pero como todo hijo debe saber: las palabras de una madre son más que suficientes para romperte el corazón. Como su llanto.

Sé que estoy divagando pero en noches tan frías como estas es mejor recordarlo todo a quedarte a solas con la oscuridad.

Las ocasiones en las que vi llorar a mi madre pueden contarse con los dedos de una mano, mas siempre me causaron una sensación de desesperación: si una madre pierde las esperanzas y se llega a romper entonces, en efecto, todo está perdido.

Esta noche me siento capaz de escribir sobre todo, sobre cuánto amaba comer helado las tardes de domingo, el como mi tío sacaba a bailar a mi hermana el 31 de diciembre a media noche o todas las veces en las que mis padres se besaron frente a nostros volviendo la vida un poco más dulce.
Podría escribir sobre todo lo bueno y también sobre todo lo malo, ¡oh vaya que podría!

Pero mis páginas se acaban y el objetivo de pasar esta velada sentado al lado de la lámpara sobre la mesa se alejan cada vez más.

Supongo que finalizaré con el avión.
Mi avión, ese pedazo arrugado y sucio que ahora se pudre en la nada.
Mi avión que desapareció en la nada.
Mi avión que ahora es nada.

Él jamás cumplió su misión o eso me gusta pensar. Me gusta culparlos, a ellos, a los otros. Ellos no saben que los culpo así que no hay rencor.
Es mejor así, nadie sufre. ¿Quién sufre la perdida de un pariente del que nunca tuvo conocimiento alguno?

Sin embargo extraño a mi avión, pues sueño que vuelo en sus anchas alas, entre coletas y a través de tablones con astillas incontables.
Sueño con mi avión, mi avión blanco de papel.

frustración.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora