23 de marzo

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Sí, finalmente ha llegado el veintidós de marzo. Era cuestión de tiempo, pero la espera me enloquecía. Faltaban quince minutos para que dieran las doce, la hora pactada, y aún así ya llevaba un buen rato dando vueltas, lleno de emoción y nervios. ¿Cuál era el motivo de ello? Mi hermana melliza vendría de visita antes de viajar por cuestiones laborales, al igual que todos los años. Estaría aquí, en la casa donde ambos crecimos, y que ahora me pertenece por herencia de nuestros padres.

  Al pensar en Alicia, cada rincón de este lugar me hace soñar despierto: la sala donde no hacíamos más que ensuciar todo lo que mamá acababa de limpiar; el estudio, que resultaba ser el lugar perfecto al jugar a las escondidas, al menos hasta que papá nos regañara; la cocina, recuerdo que no nos hartábamos de robar dulces. Y el sitio más recurrente, la habitación que compartíamos de niños, la única que se ubica en el segundo piso. Aunque, siendo sincero, no me siento cómodo estando allí. Hace ya unos años hay algo que me molesta en ese lugar. Sin embargo, es donde Alicia se hospeda cada vez que me visita.

  Me hallaba perdido en la nostalgia por los recuerdos de nuestra infancia cuando a través de la ventana la vi, y volví en mí en un segundo. Estaba allí, de pie en aquel camino desparejo donde saltábamos contando baldosas a modo de rayuela. Lucía tan radiante como de costumbre, con sus largos cabellos vacilantes entre un tono castaño y rubio meneándose al compás del viento; un vestido amarillo suave, casi blanco, que le llegaba hasta las rodillas y se ajustaba con un moño en su cintura.
Su tez pálida que destacaba entre las flores del jardín; sus bellos ojos similares al color del cielo que hipnotizan a quien los vea y esa deslumbrante sonrisa dibujada en sus labios.

  Lleno de alegría, abrí la puerta principal de par en par y corrí a nuestro encuentro. Ni siquiera pude darle una apropiada bienvenida, simplemente no resistí a abrazarla. Estaba tan feliz, pude sentir cómo apretaba mi espalda y se reía de mi reacción.
  Una vez calmada mi euforia, decidimos entrar. Alicia se sentó en uno de los sillones de la sala, acariciando el terciopelo del mismo, mirando en su entorno, elogiándome por haber hecho un buen trabajo en cuanto a la manutención de la vieja casa. Ella continuaba contándome anécdotas, pero no hacía falta escucharla, tenerla frente a mí nuevamente era un regalo maravilloso. Todo cobraba color en este sitio tan silencioso. Durante el almuerzo, e incluso hasta después de anochecer, nos la pasamos conversando sobre la vida de cada uno. Por supuesto que por ser mellizos ambos tendríamos la misma edad, pero no las mismas experiencias. Sabía que ella se iría en nada más que unas horas y estaba aquí porque era una parada cercana al aeropuerto, así que debía aprovechar cada segundo que compartiéramos.

  Luego de cenar, estando sentados uno junto al otro, noté un temblor en su voz. Alzó su mirada hacia mí y con los ojos húmedos me pidió disculpas. Me explicó que era un viaje relacionado con su empleo, por lo que no podía rechazarlo. Me pidió que no me enfadara y que la perdonara por no quedarse más tiempo, incluso las veces anteriores. Posó sus manos, que resultaron estar frías, sobres las mías y me repitió tantas veces lo mucho que nos quería a mí y a mis padres, que no encontré mejor opción que abrazarla una vez más. Besé su frente, le pedí amablemente que se calmara, le expresé cuánto la amábamos y esperé a que sus lágrimas cesaran, luego cada uno se dispuso a dirigirse a su cuarto: yo permanecería en este piso, mientras que ella subiría a la habitación del segundo, la cual todavía guardaba tantos recuerdos suyos.
Si fuera por mí, querría que el tiempo se detuviera y le permitiese quedarse aquí, pero supongo que son cosas que no se pueden elegir.

  El alba se hacía presente, eran las siete de la mañana de un día sábado. Aún recodaba el horario habitual en el que mi visita se despertaría, y éste estaba muy lejos de serlo. No ha cambiado nada, aún tiene el alma de una niña.
Es igual cada año, llega y se marcha en la misma fecha. Es tan doloroso dejarla ir. Viviendo aquí, cualquier recuerdo que ella deje es lo más preciado que tengo.
Quería sorprenderla al despertarla, así que decidí ir a comprar algún obsequio especial. Le permití continuar descansando, monté mi motocicleta, y me puse en marcha.
  Estaba deambulando entre la gente, decidiendo qué podría regalarle cuando recibí una llamada. Era mi madre. Su voz sonaba áspera, con cierto dolor. Detuve mi andar un momento y centré mi atención en ella.
—¿Sabes qué día es hoy? —La oí, y muy claramente. Sabía a qué se refería y no quería darle importancia—. Hoy es veintitrés de marzo, Santiago. Ya han pasado cinco años desde que Alicia falleció.

  Odié escuchar eso. Algo se quebró en lo más profundo de mí. Tomé mi vehículo y recorrí el sendero de regreso. Al llegar la busqué por todas partes: jardín, sala principal, cocina, baño, comedor, hasta que me vi obligado a subir. Estaba de pie frente a la puerta de esa habitación y no podía reaccionar. Tomé valor y giré el pomo. La poca luz que había en aquel cuarto se filtraba entre las oscuras persianas caídas de dos pequeñas ventanas. Había telarañas en las paredes y muebles; sobre la cama, sábanas que dictaban años sin sacudir y a un lado cajas deformadas por la humedad, en las que apenas se podía leer “Ali”.

  Volví sobre mis pasos hasta salir de allí, cerré la puerta y le di la espalda. No tengo más que decir que…me siento decepcionado. Este veintitrés de marzo, Alicia se marchó una vez más sin despedirse.

23 de marzoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora