I. Los héroes de verdad usan palos de hockey

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    El mediodía del 21 de julio de 2019 fue especialmente caluroso en la ciudad. Las clases de la tarde en la secundaria local se presentaban como el peor de los castigos para nosotros, los humildes alumnos de último año. Mientras la señorita C nos anotaba ecuaciones en la pizarra, yo intentaba archivar en mi celular una noticia sobre las extrañas desapariciones que se habían dado a lo largo del año anterior, en donde la periodista argumentaba que estaban conectadas a ciertos experimentos gubernamentales. Las conspiraciones siempre son buen material para una novela. Esa era yo, siempre buscando algo sobre lo que escribir, planeando mi primera gran novela, pero nunca llegando a concretar nada.

    Era un día tan excesivamente normal, que a todos en el salón nos costó unos minutos reaccionar cuando la alarma de incendios se disparó. Y aún sonaba cuando los celulares empezaron a timbrar ante las llamadas de padres preocupados. Recuerdo que no me pareció nada extraño no recibir una llamada, a esa altura los míos debían estar durmiendo en un hotel a causa del jet-lag. Caminamos hacia el gran salón del gimnasio como indicaba el protocolo. El director anunció que esperásemos allí hasta que se nos indicara lo contrario.

     El primer grito se escuchó cuando aún no había terminado de hablar. Primero al fondo, cerca de la entrada que daba a la calle, luego otro, y otro, hasta que la multitud entró en pánico y algunos empezaron a gritar sin siquiera saber lo que sucedía.

    Mi instinto de supervivencia me hizo tratar de correr hacia la salida más cercana. Al igual que el de todos los demás. De repente me encontré en un mar de brazos cada uno haciendo lo posible por abrirse paso obstruyendo a los demás. Cuando la marea encontró su curso creí que dejarme arrastrar era la mejor opción, pero resulté atrapada contra una pared sin la posibilidad de avanzar ni de moverme. Fue entonces que los ví.

    Los rostros bañados en sangre, frenéticos, saltando encima de todo lo que se moviera. Me dije a mí misma que debía estar alucinando, que el pánico me hacía imaginar cosas. Los rugidos alcanzaron mis oídos al momento en que una de esas cosas le arrancaba el brazo al director en el escenario, y supe que aquello era tan real como la fuerza de todas esas personas aplastándome.

    Empecé a hiperventilar. No sabía qué hacer. Todas las notas mentales sobre supervivencia que había hecho mirando películas parecían frases borrosas en mi cabeza, no lograba formular alguna. Me hice un ovillo agarrándome las piernas para tratar de calmarme. Las múltiples patadas no ayudaban mucho. Alguien me agarró del brazo, me obligó a levantarme y me arrastró consigo hacia afuera.

    La multitud seguía intentando atravesar las dos únicas puertas que los sacaban del edificio. Me quedé parada cuando la presión física aminoró y el aire me llenó los pulmones. La gente se dispersó en todas direcciones. Yo estaba aturdida, sentía que no podría moverme hasta que procesara toda aquella información. Antes de que pudiera hacerlo estaba siendo arrastrada hacia adentro nuevamente.

   —¡Están por todas partes! —le gritó alguien a la persona que me tenía agarrada del brazo.

    —Necesitamos escondernos hasta que sea seguro salir —dijo otra que caminaba a nuestra par.

     La que me agarraba del brazo no contestó nada pero tomó la delantera y las otras simplemente la siguieron. Yo tenía la vista clavada en sus zapatillas deportivas tratando de mantener su ritmo. Volvimos a entrar al edificio de la escuela y subimos escaleras hasta llegar a un salón en el primer piso. Mientras armaban una barricada con las sillas y bancos, cometí el grave error de mirar por la ventana.

    Si bien he llegado a presenciar cosas peores, hasta el día de hoy no puedo quitarme de la cabeza la imagen de aquella gente intentando atravesar la valla. Casi podías ver la enfermedad esparciéndose por la forma en que caían los cuerpos al suelo y luego de un tiempo volvían a levantarse.

   La chica de antes me cerró las cortinas en la cara sin decir una palabra. Tenía el pelo negro recogido en una coleta medio desarmada y el uniforme del equipo femenino de hockey sobre césped, sucio y manchado.

   —¿Qué está pasando? Esas personas...

   —¡El puto apocalipsis! ¡Eso pasa!  —gritó una chica rubia. De hecho todas tenían el mismo uniforme.

   —Ustedes son...

   —María Eva —La rubia que gritaba mucho. —Un gusto.

   —Me llamo Helena —La morena más alta que jamás haya visto. —Sólo Lena está bien.

   —Y yo soy...—Los golpes en la puerta no la dejaron terminar.

   Me empujaron hacia una esquina y se agazaparon a mí alrededor con los palos de hockey, que yo no había notado hasta entonces, en alto. La barricada empezó a temblar. Más, más fuerte hasta que una silla cedió y luego todo lo demás. La puerta se abrió apenas unos centímetros pero eso fue suficiente.

   Saltaron las tres al mismo tiempo como si alguien se los hubiese ordenado. La que no llegó a decirme su nombre le aplastó la cabeza al primero que intentó entrar, salpicando la pared y a ella misma. Entre las tres asestaron golpes y empujones tratando de hacerlos retroceder a medida que se asomaban. La puerta se abrió casi del todo y se metieron alrededor de cinco. Los palos de hockey se movieron rápido, con golpes fuertes y certeros destrozaban a las cosas que gruñían, escupiendo un líquido oscuro con los ojos desencajados.

   Había sangre por todas partes. Mucha sangre. Tenía tanto miedo de que fuera de ellas que me armé de valor para acercarme lentamente.

   —Cherry Blake —dijo la chica de ojos marrones grandes y brillantes, pasándose el palo de hockey manchado por detrás de los hombros.

   Y en medio de todo ese desastre se permitió una sonrisa de triunfo.

Blood & CherryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora