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Las tardes de otoño tenían aroma a hojas quemadas y a comida casera.

Pero los aromas se perdían en el viento, y ninguno de ellos llegaba hasta esa mansión en medio de la nada.
La palidez grisácea del cielo, en aquel atardecer de calles desiertas y llovizna constante, hacía que fuesen más notables las leves grietas en las hileras de macetas blancas que creaban un pasillo hasta la entrada de la residencia.

Mirando hacia el exterior, Cornelia bostezó. Apoyó el brazo en el marco de la ventana, y dejó que una de sus mejillas se estirara sobre la mano con que sostenía su cabeza, en un vago intento por no dormirse. Hacía poco que había llegado a la casa de esas personas, unos amigos de sus padres, según tenía entendido, y aún no había sucedido nada de lo que había imaginado.

Si alguno de los otros niños de la sala hubiese elegido, como pasatiempo, observar a Cornelia con detenimiento, le habría resultado imposible pensar que esa niña que lucía tan aburrida y adormilada había estado en realidad muy ansiosa de llegar allí. Durante el largo viaje, había hecho miles de preguntas a sus padres, a pesar de que ellos le pidieran silencio, y se había hecho la tonta fantasía de que la reunión sería inolvidable. Incluso había sentido que podía saborear los diversos aperitivos que, en realidad, nunca harían su aparición. Lo único que había probado desde su llegada había sido un té desabrido. Ahora el té sin terminar reposaba sobre una mesa, bien alejado de ella. Alguien, en un futuro no tan lejano, preguntaría que a quién le pertenecía esa bebida, y Cornelia se haría pasar por otra de las personas que ignoraban a quién pertenecía cada cosa.

A fin de cuentas, sus padres la habían llevado a otra aburrida reunión de adultos.

Las gotas de lluvia que serpenteaban sobre el vidrio de la ventana ya habían dejado de llamar su atención, así que se volteó para ver al resto de sus desafortunados compañeros niños. Se trataba de otras cinco criaturas, cruelmente engañadas y seducidas con promesas imposibles para que aceptaran emprender el viaje con sus padres e ir a aquel deprimente destino. Mientras que todos los adultos se hallaban cambiando chismes y soltando carcajadas en un salón, los niños de las familias habían sido dejados a cargo de una criada. La mujer los había llevado a una amplia sala, a la que, muchas veces, había llamado “sala de juegos” durante el recorrido.

Pero había un problema, y era que, en esa sala en particular, no había ni un solo juego.

Los dueños de la casa no tenían hijos. Quizás era por eso la ausencia de cualquier cosa divertida. 

Cornelia miró a los otros niños, uno por uno. No había intercambiado palabra con nadie hasta el momento, pues a nadie conocía, pero al menos podía conformarse con intentar conocerlos desde la lejanía de su sitio junto a la ventana.

El primero de ellos debía tener uno o dos años más que ella. Era un chico que escondía su rostro detrás de los mechones oscuros de su corte de cabello carré. Era, tal vez, el único con el que Cornelia podría haber logrado entablar una conversación más o menos decente. El chico miraba al techo y después al piso, preguntándose qué terrible acto habría cometido en una de sus vidas pasadas para merecer esta tortura en el presente.

La segunda era una niña de unos ocho años, con un peinado que le estiraba las facciones y le hacía parecer mayor. Debía estar sufriendo un poco por culpa de su pelo; en caso de ser así, disimulaba muy bien su dolor. Llevaba un vestido bonito, y Cornelia consideró seriamente la posibilidad de acercarse a ella y preguntarle a qué costurera se lo había encargado. Pero luego dejó de pensar en ello.

La tercera era otra niña, de diez años. Tenía un peinado excepcionalmente terrible, y la ropa que llevaba puesta tampoco era muy agraciada. Parecía una abuela en miniatura. Cornelia rió por lo bajo.

La jaula y el pájaro [Terminado]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora