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Nunca me había parado a pensar detenidamente en si estaba haciendo algo mal en mi vida. Siempre he sido de esas personas alocadas que piensan que viviendo a su manera y sin dejarse amedrentar por nadie podrían alcanzar la felicidad completa, y estaba perfectamente viviendo así. Recién a mis veintiocho años me estoy dando cuenta de que mi vida está vacía. Puede que este sea el motivo por el que siempre he odiado mis cumpleaños, ¿por qué siempre me entra la vena reflexiva el mismo día? Estoy deseando que llegue mañana para volver a ser el mismo irreflexivo vividor de siempre.

Trabajar para mi padrastro es otra de esas cosas que normalmente encuentro maravillosas. Poco trabajo, mucho tiempo libre y un enorme salario ¿Podría ser más perfecto? Pero ahora mismo tanto tiempo desocupado amenaza con volverme loco si no logro que mi cerebro pare de pensar en gilipolleces.

Cuando mi teléfono móvil comienza a vibrar sobre el escritorio rezo lo poco que sé para que Seungri me diga que finalmente no tendrá guardia en el hospital esta noche o que DaeSung me comunique que su cena de negocios ha sido aplazada. Nada de eso. Un simple mensaje de texto. Jonh Lee. Bueno, al menos no pasaré el día solo.

El edificio de lujo en el que vive Jonh siempre me ha parecido algo excesivo. Guardias de seguridad en el portal, recepcionistas que visten mejor que la mayoría de las mujeres en una fiesta de gala, botones, uno de esos empleados de ascensor cuyo único trabajo es darle a los botoncitos como si los que subiésemos fuésemos incapaces de hacer algo tan trivial.... El maldito sitio parece un hotel, o una central de la mafia de los 90. O el lugar donde vivirían los más remilgados entre los ricos repipis del Upper East Side, que es precisamente lo que es.

Llego al ático y salgo lo más aprisa posible del elevador para librarme de la acalorada discusión de una mujer cuarentona con su marido a todas luces bastante más anciano que ella, que no parecen haberse percatado de que la planta 9, aquella cuyo botón habían mandado pulsar al entrar al aparato, había quedado atrás hacía mucho. Cada planta de la enorme edificación cuenta tan solo con dos viviendas, por lo que me dirijo hacia el ala derecha y abro la puerta con la llave que Jonh me dio la semana pasada.

Él y yo llevamos cerca de un mes manteniendo relaciones esporádicas basadas en el sexo y la compañía. Nada de amor y de sentimientos, eso lo dejó muy claro el día que nos conocimos. Tampoco es como si yo pudiese llegar a enamorarme de un hombre como él. Con treinta años, Jonh es un hombre atractivo y con mucho dinero cuyo ego es solo comparable al mío. El sexo es espectacular, pero soy incapaz de pasar más de veinte minutos conversando con él sin sentirme tremendamente aburrido y/o con ganas de matarle. No, el amor no es una opción.

Jonh ha caído rendido nada más acabar, y por norma general tardará por lo menos otra hora y media en poder volver a tener una erección. Dado mi escaso interés en ponerme a dormir a las cuatro de la tarde, me visto lo más silenciosamente posible, decidiendo dejar el retoque de ropas y cabello para más tarde, en el baño de la planta inferior del dúplex.

Cuando estoy a punto de pisar el segundo escalón oigo un ruido procedente del piso inferior. Emocionado a la par que intrigado, me doy prisa en bajar silenciosamente para poder descubrir al fin el rostro del misterioso compañero de piso. Jonh me había dicho que se trataba de un estudiante universitario cuyo padre le pagaba su mitad del alquiler del lujoso apartamento a cambio de mantenerlo lejos. A mí me importaba una mierda la vida familiar del chico, pero mi yo interior con aspiraciones de reportero de cotilleos me hacía volverme loco porque en todas estas semanas no había sido capaz de verle el rostro.

Clau GtopDonde viven las historias. Descúbrelo ahora