Un día de lluvia y miedo

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El día en que una bomba estalló en la estación de Atocha, yo me encontraba haciendo mis prácticas de coche. Daba cinco clases a la semana, muy de mañana, después, el profesor me dejaba en la facultad. Me venía a buscar a mi casa muy temprano y yo, con legañas en vez de ojos, dirigía aquel cacharro de la autoescuela por las calles vacías, con reflejos cuestionables.

Recuerdo que aquel día ya me había ganado unos cuantos vituperios después de pasear, durante toda una manzana, por el carril contrario. Supongo que el profesor guardó silencio porque tenía la esperanza de que me diese cuenta en algún momento. Por suerte, nadie circulaba a aquellas horas por las calles de la ciudad portuaria.

Fue después de una segunda regañina por arrancar con el freno de mano, cuando llegando a la Universidad, escuché la noticia en la radio. "A las 7.37 horas del día de hoy, se han producido una serie potentes explosiones en cadena en la estación de Atocha. Las bombas habían sido situadas en el tren de Renfe dedicado a cercanías número 21431 que en aquel momento se situaba en la vía 2...".

Si seguí conduciendo no lo recuerdo, los berridos de mi profesor y copiloto me trajeron de vuelta. Ni idea de porque me gritaba esta vez. Mi cara estaba congestionada. Tanto mi hermano como mi hermana, que vivían por aquella época en la capital, cogían ese tren que pasaba por Atocha a aquella misma hora. Recuerdo que aminoré la marcha al llegar al campus.

A través del ventanal de la Facultad de Derecho, el que daba a la cafetería, pude ver como todos allí contemplaban el pequeño televisor que se encontraba colgado del techo del establecimiento. Imágenes de gente llorando y cuerpos de salvamento se estaban emitiendo en aquel momento. Aparqué dios sabe cómo y, sin despedirme de mi profesor, me dirigí al interior mientras marcaba el número del móvil de mi hermana. Ni siquiera me di cuenta de que estaba lloviendo. Comunicando, ¡dios mío!, llamé de nuevo, comunicaba otra vez. Igualmente le pasaba al de mi hermano, sin señal.

Me temí lo peor. Sentado en una mesa de la cafetería, sin quitarme el abrigo y mirando con ansiedad al televisor, intentaba coger aire a bocanadas. Mi respiración seguía el ritmo que le marcaban mis rodillas temblorosas. Hacía ya varios minutos que se me escurrían las lágrimas, hacía ya varias rellamadas que había empezado a cundir el pánico.

Llamé a mi madre a ver si sabía algo. Al parecer, ella también estaba intentando contactar con Madrid, puesto que su teléfono tampoco respondía. Me sentía asolado por la angustia, no tenía ni idea de que hacer.

De repente... calor.

Fue como una quemadura en el hombro. Mi cuerpo se encontraba tan insensible, que aquel estimulo tan nimio captó la atención de todos mis sentidos. Me aferré a él, buscando algún motivo que me alejase del pánico. Alguien apretaba su mano en mi hombro, una mano cálida. El causante de la laceración, tenía su cabello rubio revuelto dintelado con rizos mojados. Sus cosas se encontraban en una mesa cerca de allí. Había dejado su zumo y su donut a la mitad, me miraba preocupado. Lo había visto en alguna clase, ¿en Derecho Procesal, en Internacional Privado, quizás?

El zumbido sordo que salió de su boca sonó a interrogación. Obligué a mis oídos a dejar que el exterior se comunicase conmigo.

― ¿Qué? —le pregunté.

―Te decía que si te apetece un café...

―Si...―Ni siquiera le pregunte el porqué de sus atenciones. Una mano en el hombro y un café, o era eso, o una televisión antigua y un día de lluvia y miedo.

Se sentó a mi lado.

― ¿Estás seguro de que estaban en el tren?

― ¿Seguro? ―Me costaba darles sentido a las palabras.

―Debes pensar que algún conocido tuyo se encontraba allí, y te pregunto, ¿estás seguro? Pasan muchas cercanías todas las mañanas. Seguramente no tengas de que preocuparte.

―Pero los teléfonos no responden.

―Ya han hablado de eso, hay un colapso de líneas. Familias de toda España llaman en estos momentos a sus conocidos hayan cogido ese tren o no. Aquí está el café, toma, bebe. Les he dicho que te trajeran también un sándwich.

Creo que dije gracias, pero, en aquel momento, mordisqueaba mi sándwich con extrañeza mientras intentaba sondear los ojos verdes del chico del pelo mojado. Nadie puede ser tan amable en un día de lluvia y miedo.

― ¿Te conozco?

―Yo a ti si, vamos juntos a muchas clases.

Tenía una sonrisa a honesta y unos dientes ligeramente torcidos.

―Me costaría presentarme con un poco de dignidad en estos momentos.

―Ya sé cómo te llamas. Soy Néstor, y no necesitas a tu dignidad para hablar conmigo.

El teléfono, era mi madre, al parecer ceder al nerviosismo era cosa de familia. Todavía se vislumbraba el resuello en su voz. Mi hermano había dormido en casa de su novia, no había cogido el tren. Mi hermana había tenido guardia la noche anterior en el hospital en donde trabajaba y libraba aquella mañana.

Cuando cerré el teléfono y, al fin, respiré, fue cuando toda la vergüenza propia acudió a mí, obediente. Fui consciente de mi cara, de mis ojos hinchados y, en general, de las pintas con las que estaba allí sentado, pero, sobre todo, fui consciente de que me gustaba mi acompañante.

―Todo bien.

―Muy bien ―respondí.

Me levante y le dedique una sonrisa congestionada.

―Gracias por... Bueno, por el café. —El meneó la cabeza guiñándome una sonrisa―. Supongo que tengo que irme, es hora de subir a clase, ya no tengo excusa para faltar. Tengo Derecho civil y ya llego tarde.

― Ya llegamos tarde ―me dijo sonriendo.

Desde aquel día y, durante mucho tiempo, Néstor y yo tomamos café varias veces. Cafés calientes en días de lluvia sin miedo. 

Archivos inconscientes (relatos cortos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora