Emile

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Sonó el silbato, y entre la lluvia de balas y metralla, los hombres salieron de la trinchera con un desanimado: "Hurra". Entre ellos, Emile recordaba aún su vida en la granja. El tiempo se congeló y en lo que fueron cuestión de segundos, Emile vio pasar por delante de sus ojos los recuerdos un tanto confusos y borrosos que le quedaban de su vida con su hija, Celine y su yerno Karl, recordó al gallo cantando el amanecer, recordó lo felices que eran en la granja de Saint-Mihiel y Emile se llenó de buenos recuerdos, derramando una lágrima débil y fina, pero, como si de la nada se tratase, todos sus buenos y felices recuerdos fueron eclipsados por los más recientes. Fueron eclipsados por su recuerdo del 3 de Agosto de 1914, por la declaración de guerra, por la deportación de Karl por parte del gobierno francés, y, sobretodo, el día en que recibió la carta de llamada a filas y en el que partió de la pequeña granja de Saint-Mihiel, día en el que, por última vez, besó a su hija antes de marchar al frente a pesar de su avanzada edad. para luchar en una guerra que no comprendía. Aquellos recuerdos felices y nostálgicos se habían tornado en tristes y llenos de resignación, como si de una tormenta se tratase, Emile huyó de ellos volviendo a la desgraciada realidad.

Avanzó, pues, por el campo de la muerte, hacia donde su destino le esperaba. Avanzó, pues, entre las balas y la metralla en dirección a.l enemigo. Avanzó, pues, un Emile lleno de odio y dolor. Cubriéndose de la lluvia de plomo enemiga y de los obuses aliados, que desenterraban los cuerpos sin vida y soterraban otros muchos entre la lluvia de carnada que salpicaba en los charcos de barro y agua de los cráteres de las propias municiones, cubriéndose de todos los males de la tierra de nadie, Emile se aproximó a lo que parecía ser la derruida pared de una antigua casa. A su lado se acumularon los hombres, o lo que quedaba de lo que fueron antes, que habían sobrevivido a la carrera con la muerte. Vestido con el clásico a la par que llamativo uniforme francés rojo y azul, el capitán armado con un Revolveur Modele 1892 en la diestra y un sable en la siniestra, hizo ademán de asomarse entre los escombros, tan pronto su gorro azul se elevó unos centímetros fue derribado por una lluvia de disparos que lo mandó de vuelta a la tierra de nadie. Entre murmullos y caras largas, el capitán del pelotón se apoyó con la espalda en la pared y se sentó. Los pelos de su bigote se habían erizado, sus manos temblaron y su corazón bailó al son del miedo a la muerte. Emile exhaló un suspiro. El fuego de artillería se detuvo, "Mal asunto este" pensó Emile cruzando los brazos.

- ¡Capitán! - se le acercó un muchacho joven e imberbe - ¡¿Por qué se detienen los cañones?! ¿Van a abandonarnos a nuestra suerte?

El capitán cerró los ojos, negando con la cabeza, comprobó la munición de la pistola y alzó la mirada. Durante unos segundos el muchacho le sostuvo la mirada, pero al poco miró sus zapatos llenos de barro por los que le asomaba un dedo.

- Vuelve a tu puesto- dijo el capitán pretendiendo ocultar su miedo.

Él también era una persona como todos, y a él también le había alarmado que los cañones guardaran silencio.

- Pero...

- Vuelve a tu puesto- dijo el capitán haciendo un gesto con las temblorosas manos.

Dos soldados agarraron al muchacho de los brazos y le arrastraron entre gritos y lloros a su puesto. Todos se sentaron en el suelo, Emile el último. No se escuchaba nada, un silencio sepulcral invadió la tierra de nadie, de la compañía de entre noventa y ciento cincuenta hombres, solo quedaban un par de docenas. El Sol se ponía entre las nubes grises y el cielo se oscurecía. El capitán, junto con algunos suboficiales, sopesaba las diferentes posibilidades. Finalmente, la posibilidad de volver a la trinchera quedó totalmente descartada; no querían arriesgarse a que bajo el abrigo de la noche fuesen confundidos por enemigos y ser cosidos a tiros por sus compatriotas. En medio de la tierra de nadie, con la sola compañía de sus camaradas y de las ratas, el capitán se decidió por la posibilidad de pasar la noche allí mismo y al día siguiente Dios proveerá.

-Separaos en pequeños grupos y buscad un buen agujero donde pasar la noche, las guardias se harán de dos horas

Los susurros del capitán se fueron pasando de soldado a soldado hasta que hasta los que se encontraban en los flancos del grupo se enteraron.

Cayó la noche y lo único que se escuchaba era el repetitivo sonido del revólver del capitán revisando la munición. Emile se encontraba asomado en uno de los numerosos cráteres que cubrían la tierra de nadie, oteaba la trinchera enemiga. No sentía sueño, ni tampoco cansancio. Era imposible pensar en dormir en la situación en la que se encontraba. Se giró hacia sus camaradas, tapados con lo que podían, tenían los ojos abiertos como platos mirando el cielo. Ni ellos ni nadie podía dormir, nadie quería perderse la que podía ser su última noche. Las ratas correteaban de agujero en agujero, como si esperaran a que cerraran los ojos. Muchos de los que habían salido esa misma mañana de la trinchera no volverían a abrirlos. Podían escuchar el sonido de las ratas devorando sin cesar, estaban mejor alimentadas y más gordas que muchos de los compañeros de Emile. Uno de ellos sostenía una foto entre sus dedos, la miraba fijamente y movía los labios como queriendo hablar sin voz. Emile cerró los ojos, suspiró y se preguntó cómo podían haber llegado allí. A lo lejos se oía silbar una vieja copla militar, ese silbido, fino y agudo, era lo único que aseguraba que aquello no era un sueño fruto de la imaginación de alguien, aquello era muy real. Uno de los compañeros de Emile comenzó a acompañar al silbido, poco a poco, más personas silbaban y comenzaron a murmurar. Acompañados por el desquiciado silbido, los hombres entonaron la canción que brotaba de todos sus corazones, los que habían visto a sus hermanos morir y a sus madres llorarlos. ¿Será verdad? ¿Será cierto que es esta nuestra última canción? Los hombres ya no pensaban, solo cantaban. De pronto uno de ellos se puso en pie, cantando a pleno pulmón entre vítores y aplausos de sus compañeros, avanzando por el campo e inspirando el corazón de todos ellos. Cuando de pronto, se oyó un disparo. Cayó al suelo y se retorció durante unos minutos, en silencio. Junto a él moriría aquel silbido que nunca volvería a escucharse en lo que quedaba de noche.

El Sol se asomaba a lo lejos, tapados por la espesa niebla, los rayos de luz bañaban el campo de batalla. Nadie había dormido nada, nadie había descansado, nadie podía dejar de pensar en la situación en la que se  encontraban. No hay nada peor que saber que vas a morir en poco tiempo pero no saber con precisión en qué momento. Tener la certeza de que la dama de negro se dirige hacia ti pero no saber cuando te alcanzará. Emile se incorporó con pesadez apoyándose en su fusil. Los demás no parecían demasiado activos, parecían más bien zombies, con los ojos abiertos pero sin poder ver nada. Tan vivos por fuera y tan muertos por dentro. Emile sentía la irrefrenable llamada de la naturaleza. Se alejó de resto del grupo en dirección a la arboleda. La niebla era espesa y la vista de Emile no era muy buena, los estragos de la guerra habían hecho mella en los problemas médicos que Emile ya acarreaba desde hacía tiempo por su avanzada edad. Emile no veía nada más allá de unos metros, veía lo justo para ver unos árboles, pero no lo suficiente para ver que se acercaba peligrosamente a su destino. Desde los árboles echó la vista atrás y vió el horrible campo, rajado por trincheras y oscurecido por el barro. En los cráteres de los obuses reposaban sus compañeros, o lo que quedaba de ellos. En contraste con la pasividad de la trinchera francesa la trinchera alemana estaba llena de movimiento. Emile sentía que no estaba solo en la arboleda, oía pisadas a su alrededor, oía a los lobos relamerse al haber encontrado una oveja suelta. La niebla nublaba los sentidos de Emile, no veía más allá de su nariz y el miedo corría por sus venas. A nadie le gusta ser la presa en una cacería. Un extraño olor llegó a Emile, un olor horrible y nauseabundo. Una nube amarilla salió de la trinchera alemana cubriendo todo el campo, los compañeros de Emile se retorcían en el suelo "Gas, gas" oyó gritar Emile. Ya era tarde para todos sus compañeros. Con torpeza y la mayor rapidez posible Emile sacó de su mochila su máscara para el gas, sus compañeros yacían retorciéndose a lo lejos. Intentó colocarse la máscara, las manos le temblaban y tenía poco tiempo, los ojos le lloraban, la bilis subía por su garganta. Los ruidos de pisadas alrededor se hicieron más fuertes y claros. Se oyó un único disparo, Emile giró su cabeza y pudo ver a Karl, su yerno, que no se había percatado de que ese pobre infeliz de la arboleda era Emile hasta que fue demasiado tarde. En las manos de Karl el fusil aún humeante, los ojos como platos, las lágrimas brotaron de ellos.. Emile cayó de rodillas mirando al cielo. Karl corrió a socorrerlo, pero del pecho de Emile brotaba la sangre color escarlata. Entre los brazos de Karl Emile dió un último aliento, en la mano una foto de la desgraciada Celine. Con dos dedos cerró Karl los ojos de Emile sumiéndose en un contenido sollozo, un sollozo que duraría los cuatro años de sangre y desgracia que quedaban de guerra.

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⏰ Última actualización: Mar 06, 2019 ⏰

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