Y en Navidad, al fin fuiste mía (versión reducida, light y navideña de Mía)

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Dean acababa de salir de la ducha y estaba comenzando a vestirse, cuando el Avisador de Almas Errantes comenzó a pitar. Con un gruñido por la interrupción, se acercó al aparato y miró el lugar y la hora de la muerte del nuevo recluta. Se apresuró a terminar de vestirse con sus ropas negras y de cuero, y después de anudarse los cordones de sus botas, se teletransportó al lugar en cuestión.

No tardó en llegar a su destino, se trataba de un callejón oscuro y solitario. A esas horas y en un día laboral, era raro ver a alguien transitando por allí. Eso jugaba a su favor, y sin pensárselo dos veces, comenzó a andar con paso silencioso y seguro, en busca de su objetivo.

Existían dos grupos de demonios, los que se encargaban de corromper a las personas para que pecasen y se volvieran malvados, y los que se encargaban de recoger las almas de aquellos que habían sucumbido a los primeros. Dean pertenecía a este segundo grupo y su misión era hacerse con el alma del delincuente, asesino o lo que fuese en vida, para llevársela al infierno, el que sería su nuevo hogar.

A lo lejos, vio tirado en el suelo el cuerpo del delincuente que acababa de morir, y que esperaba que alguien como él se encargara de su corrompida alma. El individuo había fallecido debido a una sobredosis de cocaína. El muy bastardo era un camello, un drogata y un proxeneta. Cuando se disponía a realizar su trabajo, su colega Elías apareció con las misma intenciones. Cómo este tenía un asunto pendiente que resolver en el infierno, le dijo a Dean que él se encargaría del muerto y este aceptó de buena gana. Se estrecharon las manos en una despedida silenciosa, y Dean se largó de allí, dejando a esa alma errante a cargo del otro demonio.

Aunque estaba lloviendo, aún era temprano para regresar de nuevo a su casa, por eso, decidió dar una vuelta por aquellas calles. Anduvo un buen rato, hasta que un sonido le llamó la atención. Se trataba del llanto de un bebé. Según se fue acercando al lugar del que procedía el lloriqueo, el olor a sangre le golpeó de lleno en sus fosas nasales. Alguien se estaba desangrando y por la cantidad que percibía en el aire, no tardaría en perder la vida. Apresuró la marcha y cuando giró en la siguiente esquina, vio unos cartones mojados apoyados en un contenedor de basura, contra la pared. Los apartó de un golpe y ante él apareció una bella mujer joven, de cabellos rubios y brillantes como el oro. Estaba con los ojos cerrados, la piel blanca como la nieve, y contra su pecho acunaba dos pequeños bebés recién nacidos. Uno de ellos dormía y el otro lloraba a pleno pulmón. Había sido el que lo había alertado.

Por un momento, dudó qué hacer, hasta que se dijo que aquello no era asunto suyo y ya estaba a punto de girarse y marcharse, cuando oyó un débil murmullo.

—Por favor —suplicaba la mujer que ahora lo miraba con ojos tristes—, llévese a mis niños y cuídelos.

Dean la miró en silencio y no dijo ni hizo nada.

—Se lo suplico.

—Señora, no sabe lo que me está pidiendo —le dijo él finalmente—; yo no soy el más adecuado para hacerme cargo de ellos.

¡Por todos los diablos! ¡Él era un demonio, no un niñero!

—Se lo suplico —repitió de nuevo la agonizante mujer—. Por favor, ellos no tienen la culpa de mi mala fortuna.

Él dudó por un momento, pero luego volvió a negar con la cabeza.

—Simplemente, no puedo.

Pero ella no se dio por vencida, como pudo y en su mal estado, se incorporó y se acercó a él.

—Por favor, ¿no ve lo delicada que es? Necesita ayuda —le volvió a insistir, mientras depositaba a la fuerza a la niña entre sus brazos.

En el momento en que se produjo el contacto entre sus manos y la recién nacida, una descarga eléctrica le recorrió el cuerpo, quemándole la piel.

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⏰ Última actualización: Sep 12, 2014 ⏰

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