Capítulo I

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Londres, 28 de enero de 1819.

Angus Moore, noveno conde de Corby, y décimo vizconde Hudswell, caminaba por Wentworth Street buscando entre los puestos de ropa en Petticoat Lane, un camafeo. No era una pieza particularmente sobresaliente o costosa, pero su valor sentimental era incalculable para su adorada tía Iris, duquesa viuda de Ravensworth.

El día anterior, el camafeo desapareció, casi por arte de magia, desde su joyero junto con unos aros de perla ―esos sí eran muy costosos―. Iris lo notó de inmediato y, armando un escándalo digno del juicio de la década, buscó al sirviente «manos largas» culpable del delito. No tardó demasiado en quedarse sin doncella, quien, confesó entre lágrimas, su crimen. ¿Su móvil para cometerlo? Solo ambición por tener un dinero extra, asunto que molestó a la duquesa más que el robo en sí, pues su salario era más que justo.

Y ahí estaba Angus, buscando el camafeo en medio de una incontable marea de personas que vendía y compraba ropa y chucherías de segunda mano. Una maldita aguja en un maldito pajar. Su misión era casi imposible de cumplir.

Ya llevaba más de una hora en aquel lugar plagado de colores, texturas y aromas. Angus suspiró, probablemente, el camafeo ya no estaba ahí. Miró la hora en su reloj de bolsillo; eran las dos de la tarde. Dio media vuelta para volver a su hogar, cambiarse e ir al Parlamento. Pero para su desdicha, un hombre chocó de lleno con su pecho, haciendo que el pobre sujeto cayera aparatosamente.

―Oh, perdón, señor. Mil disculpas, no fue mi intención ―se lamentó Angus, ofreciéndole la mano―... Permítame ayudarle.

Los ojos azules del hombre se clavaron en él como si fuera una especie de espeluznante aparición, la bufanda que ocultaba su rostro resbaló y reveló sus facciones.

Para Corby, el hecho habría pasado del todo inadvertido, como un simple accidente, y olvidado de la misma forma, si no fuera porque el tipo se apresuró demasiado en cubrirse el rostro.

―Gracias, milord ―balbuceó el desconocido al incorporarse y, acto seguido, se alejó como si Corby fuera el portador de la peste negra.

Esos ojos, esa voz, esa cara... a pesar de estar llena de cicatrices, esas facciones le eran familiares para el conde. Sabía que lo había visto antes, su cerebro trabajó frenético buscando un recuerdo con qué asociar ese rostro.

Cartas, un juego de piquet, señoritas de moral distraída, y mucho, mucho alcohol.

Frank Smith, marqués de Somerton.

Todo el mundo lo daba por muerto, se encontraba desaparecido desde hacía unos cuantos meses, dejando ―literalmente― a su esposa e hijos en la calle. Era un ser despreciable; ludópata, despilfarrador, egoísta, cruel, lascivo, y Angus podía seguir y seguir enumerando cualidades que nadie querría en un amigo.

Cualidades que él mismo poseía, pero, no todas, no era un santo. Sí, podía aceptar ser catalogado como un granuja libertino, pero tenía principios y reglas que nunca quebraba.

Los límites siempre eran buenos.

Miró hacia la pared y vio un cartel rasgado de «SE BUSCA». Lo había visto infinidad de veces mientras caminaba en Wentworth Street. Era el anuncio que puso Bow Street para atrapar al autor del brutal asesinato de Alexander Croft, conde de Swindon.

―¿Serán la misma persona?... ―susurró, sintiendo un aciago escalofrío recorriéndole la espalda.

Sus ojos se convirtieron en dos rendijas escrutadoras, su instinto le decretaba que debía asegurarse. Si confirmaba que aquel sujeto era Somerton, entonces, el crimen sería resuelto y un buen hombre quedaría fuera de toda sospecha por parte de la sociedad. El principal acusado del asesinato de lord Swindon era Michael Martin, marqués de Bolton. A juicio de Angus, sería una injusticia que su nombre quedara manchado por un execrable delito que no había cometido.

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