Salí de mi país hace diez años con la idea de que sólo serían unos meses. Cambiar de vida nunca es fácil, hay que perder muchas cosas, pero ¿te imaginas todo lo que puedes ganar?
Nací en la capital de México hace muy pocos años atrás y desde que tengo memoria, siempre juré que jamás dejaría “la gran ciudad”. Incluso en el aeropuerto cuando me encontraba a unos minutos de abordar hacia el “viejo continente” y dejar mi hogar por tan sólo seis meses, forcé a mis cuatro amigas a prometerme entre lágrimas y un tierno y comunal abrazo que jamás se irían de ahí, que esperarían por mí y estaríamos juntas por siempre, nuestros hijos irían a la misma escuela y en fin, todos esos sueños que se tienen a los veintitantos. Jamás hubiera imaginado que mis amigas sí mantendrían su promesa, pero yo no. Esos seis meses se convirtieron en seis años y ni cuenta me dí.
Recuerdo que en el aeropuerto la despedida fue muy conmovedora. Mi sobrino con apenas tres años era el único que reía sin cesar, a esa edad es fácil vivir el presente sin preocuparse por el pasado o el futuro, supongo que también era el único en percibir la felicidad que se escondía tras mis lágrimas. Mi hermana lloraba al igual que mis amigas y con una tristeza celosa me reprochó el no haberle dicho a ella que la extrañaría también, pero ¿cómo puedes extrañar a alguien a quien siempre llevas contigo? Mi padre me recomendó no gastar dinero en regalitos y mi madre me aconsejó no escuchar a mi padre.
Subí a ese avión con un subibaja de miedo, emoción, miedo, emoción y más miedo, pero con una sonrisa de fotografía, imborrable. Lo había conseguido, por fin a mis veintidós años conocería Europa. Mi compañera de clase Mónica, que sería también mi compañera de “piso” (como suelen llamarle a los departamentos en España) y a la que conocía sólo de nombre, lloraba desconsoladamente mientras miraba el despegue por la ventana. La juzgué tiernamente y con una sonrisa semi-torcida de completa empatía, la abracé y al sentir su cabeza sobre mi hombro supe que seríamos grandes amigas. Las dos dejábamos atrás a nuestros amigos, amores y a nuestra familia. Hoy puedo asegurar que en esas doce horas de vuelo maduramos cual aguacate envuelto en periódico con tan sólo comprender que ya no estaría mamá para lavarnos la ropa ni hacernos la comida, ni tampoco podríamos contar con papá para arreglar la tele o ir a pagar el agua. Aún entre lágrimas y temiendo una respuesta negativa me preguntó: ¿tú sabes cocinar?
Por suerte mi mamá me enseñó todo lo que es necesario saber cuando uno sale de casa por primera vez. Cuando uno es adolescente no suele agradecer esas cosas, mucho menos cuando se tienen dos personas ayudando en casa y a ninguna de ellas se le permite limpiar mi cuarto, tender mi cama o lavar mi ropa interior, pues mi madre aprendió a hacer todas las labores de casa a los diez años y por consiguiente yo tenía que aprender a hacerlo también. Me parecía injusto, pues a ellas se les pagaba por ello. Incluso había días en los que me obligaba a aspirar la casa, planchar o limpiar espejos, pues decía que la casa era muy grande y las chicas que trabajaban para nosotros necesitaban ayuda. Admito que lo hacía a regañadientes, pero mi madre siempre me recordaba que ellas no eran nuestras sirvientas, sino nuestras ayudantes. Las chicas que nos ayudaban me querían mucho, tanto que siempre encontraban la manera de consentirme sin que mi madre las descubriera, esto hacía que el cariño fuera mutuo, por supuesto. Sin embargo, la cocina era mi pasión, ahí sí podía pasarme yo la vida sin refunfuñar. Me encanta comer y por ello aprendí a hacer la comida más rica que uno puede llegar a conocer: la de mamá.
Era una niña mimada, lo acepto, era hija de papi, estudiaba en una de las mejores y más caras universidades de México, los hijos de los presidentes estudiaban ahí. Los amigos con los que me codeaba eran hijos de políticos con casas tipo Palacios en las zonas vacacionales del país. No entendía porqué yo tenía que aprender a tender mi cama, ninguno de mis amigos lo tenía que hacer y además ¡había alguien a quien se le pagaba por ello! Si alguien me hubiera dicho entonces que algún día estaría atendiendo mesas en un restaurante, me hubiera reído a carcajadas.
¡Cuanto me faltaba por crecer!
Éste es mi consejo número dos para antes de salir de tú país. Aprende a hacer todas las labores de casa cuando estés en casa, aprende de la mejor, se lo agradecerás mucho cuando estés en el supermercado y sepas exactamente que comprar, cuando estés en la cocina salvando los que tus amigas han salado de más y cuando te toque lavar y sepas que la ropa, antes de colgarse tiene que centrifugarse, sino terminará en el patio de los vecinos del primer piso completamente empapada y sucia. De verdad, te evitarás tiempo, vergüenza y malos ratos, además de que ahorrarás mucho dinero, pues nada mejor que comer y lavar en casa cuando uno tiene un presupuesto estudiantil bastante ajustado.
El consejo número uno y el más importante, te lo cuento después, mientras corre a preguntar como se hace el arroz.
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Desde muy Dentro
RandomPequeñas historias sobre la vida misma que enriquecen el corazón y alimentan de amor el alma. Aquí podrás encontrar mi alma derretida en palabras. Un duelo entre amores en donde los dos ganarán. Explicaciones sobre como una cosa lleva a la otra, mu...