Perritos

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-Son las dos de la mañana y hace mucho que no escribo nada, tengan piedad-

En el armario de la habitación de invitados hay una camisa.

La camisa es de color negro, y tiene un bonito estampado de perritos de esa raza cuyo nombre nunca recuerdo.
Mi madre siempre dice que era de mi tía, que aún conserva un olor que recuerda a su perfume favorito. Yo solo tenía 6 años cuando mi tía se fue de casa y se quedó en el asfalto de alguna autopista, o tal vez en una cuneta como el abuelo.

No he contado esto porque quiero que sintais pena, es solo para daros un poco de contexto. No me acuerdo mucho de mi tía, y lo único que puede traer de vuelta los pocos recuerdos que tengo de ella son las fotos de cuando era adolescente, que solo salen a la luz en las reuniones familiares. Mi madre guarda las demás en una caja de zapatos en el fondo del armario de la habitación de invitados, con la camisa.

Después de la muerte de mi tía su habitación quedó vetada.
Lo curioso es que no estaba ni cerrada, ya que vivimos en una casa antigua que no tiene cerrojos en la mayoría de habitaciones, pero nadie se dignaba siquiera a posar sus ojos sobre la gran puerta de roble.
La estancia se convirtió en una especie de humilde templo espiritual, una prueba física de nuestro permanente estado de luto. No estaba prohibida la entrada, al menos no explícitamente, pero guardar respeto e ir con la cabeza baja cuando se pasaba por delante era una regla no escrita en casa y todos la respetabamos. Tal vez esa era nuestra forma de agarrarnos desesperadamente al pasado, de aferrarnos y dejar que nuestras uñas se clavaran en la débil carne de los recuerdos con tal de mantenernos a flote y no caer en el profundo mar del cambio.

Sea como fuere, es una regla que todos respetaban, respetan y respetarán. Todos menos yo.
Es de una lógica casi aplastante que los niños funcionan por psicología inversa involuntaria; es decir, cuanto más les dices que no hagan algo, más ganas tendrán de hacerlo. Yo no era la excepción en esto como no lo era en casi nada, cada segundo que pasaba esa imponente puerta cerrada a cal y canto alimentaba más las llamas de mi enorme curiosidad.
Esa natural atracción por lo prohibido escaló de forma exorbitante, y, antes de poder asimilarlo, me encontraba yendo a la puerta cada tarde y sentándome durante horas ante ella solo por el placer de contemplarla. Cuanto más miraba la puerta más crecía mi ansiedad por girar ese pomo. Recuerdo sudar de la anticipación y tener que limpiarme mas palmas de las manos en la falda cada vez con más frecuencia, mientras que la adrenalina se disparaba a todas las zonas de mi cuerpo con solo levantar un poco la mano.
Era una mezcla fantástica de sensaciones que desarrollaba en mi el mayor placer conocido hasta el momento, se convirtió en una adicción que empezaba a quedarseme corta.
Quería más, estaba obsesionada con ese estado en el que solo me podía sumir esa inmoralidad de encontrar placer en el luto del resto de mi familia.

Fue a la edad de 11 años cuando ocurrió.
Parecía un día normal cómo otro cualquiera; me levanté para ir a la escuela, hice mi ordinaria rutina de aseo personal, me vestí, desayuné con parsimonia junto a mis abuelos y me despedí con un beso cuando salí a la parada del autobús.
Mientras estaba sentada en la fría marquesina de metal reparé en que el tiempo, que estaba justo cómo a mi me gustaba. El azul tan vivo y chillón característico del cielo de verano había quedado atrás, era la segunda semana de otoño y el horizonte parecía empezar a desteñirse hasta adoptar un tono grisaceo en el que bailaban algunas nubes, lo suficientemente blancas como para asegurar que no iba a llover. Al mismo tiempo, un viento leve y frío arrancaba las primeras hojas anaranjadas de los árboles y acariciaba mi rostro manteniéndome despierta.

Un sonido asquerosamente familiar inundó mis sentidos y me despertó de la ensoñación, indicándome que debía coger el transporte escolar.
Saludé a Don Juán como siempre, y él me enseñó sus blancos y alineados dientes en una sonrisa que hacía subir su frondoso bigote lleno de canas, como siempre.
No recuerdo lo que pasó antes de llegar a la escuela, ni tampoco las clases que tuve a primera hora, pero aunque lo recordara sobraría contarlo.

𝙾𝚍𝚊 𝚊 𝚕𝚊 𝚖𝚞𝚎𝚛𝚝𝚎Donde viven las historias. Descúbrelo ahora