Conocí a un hombre llamado Alfredo, era moreno, de pelo cano y bigote de brocha, su complexión era delgada y tampoco era muy alto. Era un reo condenado a pena de muerte.
Yo solo era un joven guardia en aquella prisión, y aunque no estuve más de un año lo recuerdo y la única conversación que tuvimos.
-Conocí al diablo ayer
Fue lo primero que dijo mientras lo escoltaba de su celda a la silla eléctrica.
Me contó que hace años, cuando era joven y podía derribar un caballo con las manos estaba curioso sobre la existencia de Dios o Satanás, comprobar la existencia de cualquiera de ellos era, para él, una necesidad. Para comprobar que era libre, dijo él.
Entonces un día, borracho en una cantina de su pueblo comenzó a hablar sobre aquella necesidad. Cuando muchos se burlaron, el dueño de esa choza con olor a cigarro, alcohol y orines le habló sobre el "Cerro Pelón"; llamado así porque en la cima no crecía ni la mala hierba. El cantinero le dijo que en la cima aparecía el diablo, muchos hombres que habían pasado una sola noche ahí afirmaban haberlo visto, aunque nadie lo creía pues todos eran unos pordioseros con el único objetivo de estar ebrios.
¿Delirios de borracho o realidad?, solo Dios sabe.
A pesar de la insistencia del hombre para que lo pensara dos veces, Alfredo no escuchó, después de otros tres tragos tomó su caballo, volvió a su casa por la escopeta y subió al cerro.
Una vez ahí gritó "¿¡Dónde estás!?, ¡Déjate ver!" hasta quedarse afónico, disparó al aire hasta quedarse sin balas, su caballo lo abandono por el escándalo y al día siguiente le dijeron que el alboroto se escuchó hasta el pueblo... a pesar de todos sus esfuerzos nada apareció, y aunque se quedó a dormir ahí esa noche, lo único que consiguió fue el cuerpo lleno de piquetes de mosco y un fuerte resfriado.
El dejó de temerle al diablo, a Dios, a la muerte y a todo. Como resultado se volvió déspota, huraño y vengativo. Robó bancos, quemó iglesias, mató a hombres, violó mujeres, bebía y fumaba tanto que a pesar de todos esos años aún después de muerto su cadáver apestaba a nicotina y alcohol. Fácilmente fue uno de los hombres con el peor historial delictivo de esas fechas, hasta que después de secuestrar a una joven mujer y emborracharse en la capital fue capturado.
Pero ni prisión lo hizo mejor hombre. Solo aquí había matado a varios convictos, ha intentado escaparse un par de veces y ha golpeado a guardias. Después de 15 años en esta cárcel por fin se había decidido su pena de muerte. Fue entonces cuando un hombre negro, con traje formal y sombrero de copa se presentó en su habitación.
Sorprendido le preguntó quién era, el hombre se presentó como el Diablo. Alfredo tenía una habilidad, una que había perfeccionado a lo largo de su carrera criminal, sabia cuando las personas mentían y podía ver que el hombre frente a él no lo hacía.
Alfredo, el hombre que no le temía a nada se molestó, se lanzó hacia el supuesto Satanás, lo tomó del saco y lo empujó contra la pared. El diablo no quitó la sonrisa burlona desde que llegó ni cuando fue agredido, todo lo contrario, parecía divertirle. Las personas normales, yo incluido, nos habríamos paralizado de miedo al confirmar la realidad de aquel ser, el señor a mi lado no solo atacó, si no que reclamó en gritos por no haber ido a aquel cerro. Algo que comprobaría después con los otros reclusos que pensaron se había vuelto loco, delirios de un hombre condenado, dijo el hombre de la celda continua.
Don Alfredo se quedó callado mientras me contaba esta parte, tenía curiosidad, pero no me animaba a preguntar.
Solo después de avanzar unos tres metros volvió a hablar.
-Nunca fui libre
Fue lo que dijo. No lo comprendí en aquel momento, pero ahora sí. El diablo sí fue a aquel cerro, solo que Alfredo no lo vio. Todo habría sido distinto si se hubieran encontrado, quizá ahora sería un anciano con 15 nietos y 5 hijos, cristiano y un buen ciudadano.
El señor del infierno no ganaba nada presentándose, pero sí lo hacía si se quedaba fuera. Y la única razón por la que se presentó aquel día fue por las ganas de burlarse de la ingenuidad de Alfredo.
Al terminar todo su relato llegamos a la silla. No dije nada, él tampoco volvió hablar. A pesar de haber pasado las últimas semanas con egocentrismo mostrando que no le temía a la muerte, ahora estaba completamente cabizbajo, toda lo que había creído en su vida fue derrumbado en cuestión de segundos sin la oportunidad de hacer algo al respecto. Lo miré por última vez antes de que jalaran la palanca. Podría jurar que vi a un hombre despidiéndolo.