Prólogo.

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Una hora antes.

La rubia entró a su apartamento entre tumbos y tropezones, con el dolor de cabeza atormentandola y el alcohol corriendo por su sangre, se dirigió a su habitación para dejar su bolso y se sentó en la cama, soltando un suspiro. De su bolso sacó su teléfono para hacer una llamada, a la que no respondieron, por lo que dejó un mensaje de texto al que respondieron minutos después.

Entró a la cocina para buscar un vaso de agua, el dolor de cabeza fue más punzante esta vez. Era obvio que no se sentía bien. Comenzó a temblar, su respiración se aceleró y sintió taquicardia. Al percatarse de eso, corrió a su baño lo más rápido que pudo, buscando entre sus gabinetes aquellas pastillas que le recetó el psiquiatra para tratar su trastorno; la ansiedad. 

No quería sufrir otro ataque de ansiedad. No más. Estaba cansada de eso, estaba cansada de sí misma, quería escapar de la realidad.

Se observaba en el espejo. Pensaba que lo único que la hacía ver bonita era su maquillaje; un smokey eyes en negro, acompañado de un color de labial salmón como la chaqueta que traía puesta. Al ser maquilladora profesional, tenía una gran facilidad para automaquillarse y resaltar sus facciones, que para el público eran perfectas. Excepto para ella misma.

Y comenzó a llorar frente a aquel espejo.

Dos minutos antes.

—¿Por qué... por qué me haces esto? —cuestionó la rubia, con dificultad entre sollozos, tirada en el suelo ante aquella persona.

—Porque te lo mereces —observó a su alrededor y tomó el cuchillo que estaba en el mesón de la cocina—. Lo siento, Athena.

—¡No, por favor!

Fueron sus últimas palabras.

Aquella noche, la rubia solo estaba esperando a su hermano, en cambio, apareció la persona que menos esperaba ver esa noche; la persona que terminó con su vida.

Athena Hemmings se había ido.

El Caso Hemmings. (Pausada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora