Nieve

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El vaho sale de su boca, se escapa entre sus labios agrietados cada vez que exhala. Está temblando. Tiene frío, mucho frío. Las finas medias y el delgado abrigo son muy ineficientes contra la nieve. Sus pies se hunden en ella, ha atravesado sus botas y se ha convertido en agua.

No los siente, no siente sus pies.

Se abraza a sí misma y sigue caminando, temblorosa, hipotérmica.

Un paso más, tengo que dar un paso más. Piensa con cada paso que da.

Está confundida. No sabe qué está buscando. No sabe como va a encontrarlo. No sabe por qué no debe detenerse, pero tiene la certeza de que debe continuar.

A su al rededor solo hay nieve y un sol que se refleja y le quema los ojos. Está desorientada. Tiene la cabeza embotada. Ya no siente su nariz, ni sus orejas. Sus pestañas y cabello están llenos de pequeños fragmentos de hielo. Se va a congelar.

La nieve le llega hasta la mitad de las pantorrillas. Sus pies se hunden. Cada paso es más difícil que el anterior.

De pronto cae de rodillas y no quiere levantarse. Porque es ahí donde debía llegar. Un punto cualquiera en medio de los kilómetros de nieve, donde no hay nada más que más hielo blanco y suave.

Aunque tiene los dedos enrojecidos y casi inmóviles comienza a cavar con las manos. La nieve se vuelve roja, escarlata. Sangre. Está teñida de sangre, pero no es suya. Está congelada hace mucho, enterrada. Sigue cavando porque sabe que es lo que tiene que hacer.

Sus dedos se rompen por el frío, pero no se detiene. No lo siente. No siente el dolor.

Su cabeza duele, está vacía, no funciona bien. Tiene que seguir, tiene que seguir cavando.

Lo siente. Algo sólido bajo sus palmas. Lo desentierra. No es una caja.

Su rostro está tallado por el horror.

Cuerpo, es un cuerpo.

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