II

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Sólo hay dos palancas que muevan a los hombres: el miedo y el interés. -Napoleón Bonaparte.


Hiashi Hyuga llegó a casa tan rápido como sus cansadas piernas le permitieron. Abrió apresurado la puerta, encontrándose con la joven de cabello rosado.

―¡¿Hinata en dónde está?

Preguntó al ver a Sakura caminar de en lado a otro mordiéndose las uñas.

Para él fue tan extraño que lo hayan puesto en libertad después de que le dictaran sentencia. Lo iban a matar. Pero ahora estaba de vuelta en su hogar libre de toda culpa. Por lo que Hiashi sabía, era la primera vez en tantas generaciones que sucedía algo como esto.

Konohagakure no perdona, y menos a personas como él que son poca cosa e insignificantes para el séptimo.

―¡Hiashi, lo liberaron!

―Sí, pero ¿en dónde está mi hija?

―No ha regresado. Ella iba a hablar personalmente con el séptimo y ya no supe nada más, un tipo odioso me trajo hasta aquí... Pensé que Hinata volvería con usted.

―¡Tenemos que volver por ella! Puede estar en peligro.

Sakura asentía. No hallaba una forma de tranquilizar al señor, pues sabía que su débil corazón no soportaría ver a su hija encarcelada o, en el peor de los escenarios, muerta.

Curiosamente, cuando Sakura fue escoltada de regreso a la granja, el sujeto de cabello negro había mencionado algo que la dejó pensativa ―No tienes que temer, si el séptimo hubiese querido ahí mismo la hubiera matado. Seguramente tiene planes, Menma nunca da un paso en falso―.

―No será necesario.

Hiashi y Sakura voltearon a la entrada de la casa. Ambos se apresuraron a abrazar a Hinata. Se sorprendieron tanto el verla ahí que ignoraron el hecho de que estuviera acompañada por dos hombres.

Un castaño moreno con extrañas marcas en la cara, como si fueran quemaduras. Y el otro alto de piel clara [o lo que se miraba de ella], con gafas oscuras y una bufanda cubriendo del cuello a la parte baja de la nariz.

―¡Hija, me alegra tanto verte!

―Hinata, ¿Qué pasó? Estaba muy preocupada por ti.

La actitud de Hinata les dejaba mucho que desear. Jamás la habían visto tan seria. Su rostro que todo el tiempo irradiaba vida y luz, ahora parecía ser un vivo ejemplo de un día gris.

Giró su cabeza a un lado y, sobre el hombro, miró a uno de los hombres que la acompañaban.

―Pueden dejarme hablar con mi padre a solas, por favor.

―Sabe lo que dijo el supremo líder. No la debemos perder de vista en ningún momento ―respondió el castaño.

―¡Sólo será rápido! ¡No voy a escapar...! No por ahora... ―murmuró―. Tú te puedes quedar en la entrada, y tu amigo que parece que los ratones le comieron la lengua puede vigilar la parte trasera. Sólo, déjenme hablar diez minutos con ellos.

El castaño frunció el entrecejo, como si algo de lo que dijo le hubiera hecho enojar demasiado. Estaba por decir algo, pero el otro tipo que iba con él le puso una mano en el hombro y negó con la cabeza.

―Bien. Pero nos vamos en diez minutos, esté lista o no.

Claro que no podían regresar sin ella. Si lo hacían, Menma se encargaría personalmente de hacerles pagar lenta y tortuosamente su error, como lo habían hecho ya hace un año.

El Séptimo DictadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora