El haz de un relámpago fue seguido por el estruendo de un poderoso trueno. A la tormenta cargada de lluvia, se le sumó un viento tempestuoso que no cesaba de silbar, meciendo las ramas desnudas de los árboles y haciendo temblar los cristales de las ventanas.
Un niño de diez años se agitó en su cama por enésima vez esa noche, incapaz de conciliar el sueño. En un acto desesperado, se cubrió la cabeza con la almohada, tratando de amortiguar aquel molesto batiburrillo de ruidos.
Estaba concentrado en ello cuando la puerta de su habitación se abrió para segundos después cerrarse con suavidad. A pesar de que la tormenta podía ocultar casi cualquier sonido, no le costó demasiado advertir que alguien acababa de entrar. Apartó la almohada, se sentó y buscó con la vista al intruso. Vio una pequeña silueta recortada contra la puerta.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó.
La aludida dio un fuerte respingo y avergonzada bajó la cabeza hasta que su rizada cabellera rubia logró ocultar por completo su rostro; sin embargo, pese a la poca luz reinante en la habitación, su hermano pudo percibir que estaba llorando.
El niño bajó de la cama de un salto y se acercó a ella. Otro trueno retumbó en la habitación y la pequeña se encogió a la vez que emitía un fuerte gemido.
—Te asusta la tormenta —comprendió él.
Como si trataran de confirmar sus palabras, volvió a oírse un fuerte estruendo que fue eco del primero y luego otro, y otro más, cada uno de ellos precedido por la centelleante luz de un relámpago. Para cuando el siguiente rayo iluminó la estancia, la niña ya estaba abrazada a la cintura de su hermano, sollozando sin parar. Él le dirigió una mirada preocupada.
—Vamos, no pasa nada... —trató de tranquilizarla, y le dio unas palmaditas en la espalda.
Ella negó rotundamente con la cabeza y apretó aún más su agarre.
El niño suspiró, nunca llegaría a acostumbrarse a ser el mayor. Por lo general eran sus padres quienes se enfrentaban a ese tipo de situaciones; a él, el hecho de tener que cuidar en esos momentos de una niñita pequeña y llorona se le hacía un problema difícil de resolver. Pues a menudo dudaba de cómo actuar en casos como aquel. Trató de apartarla sin demasiado éxito, así que optó por volver a hablarle e intentar calmarla de alguna forma.
—Oye, ¿te cuento un secreto? —le dijo.
La niña cesó de temblar y se atrevió a mirarlo, tenía los ojos acuosos. Se los frotó con la manga del pijama y asintió despacio.
—Pero primero tienes que soltarme.
Ella aflojó el abrazo y él aprovechó para alejarse un poco, luego la tomó de la mano y la condujo hasta los pies de la cama. La pequeña lo siguió sin rechistar, observando cómo éste se sentaba y palmeaba suavemente la colcha para que lo imitase.
La niña subió hasta la cama, se sentó a su lado muy pegadita a él y cruzó los brazos en el regazo, mirándolo con expectación.
—Afuera hay un gigante enfadado… —susurró el niño.
La pequeña frunció el ceño y miró dubitativa hacia la ventana.
—¿Un gigante? —repitió mientras volvía a enjugarse las lágrimas.
—Sí y está muy enfadado —repitió el niño— . Por eso llora tanto, resopla tan fuerte y pega esos saltos tan grandes que hacen temblar toda la casa…
—¿Y por qué está tan enfadado?
—Porque ha perdido su estrella —respondió.
Su hermanita lo miró durante unos segundos, con los ojos verdes, igualitos que los de su madre, abiertos de par en par. Parecía más preocupada que asustada.
—¿Y si no la encuentra?
—Oh, no te preocupes, lo hará. Anda por ahí suelta, brilla de vez en cuando…
Ella pareció comprender a qué se refería porque volvió a asentir.
—Los gigantes son enormes y tienen mucha fuerza —continuó él—, pero no pueden hacernos daño porque somos demasiado pequeños, tanto como para nosotros lo es una hormiga.
—¡Entonces podría pisarnos! —aventuró ella, alarmada.
El niño negó con la cabeza e hizo un gesto de despreocupación con la mano.
—Nada de eso, ¿tú le harías daño a una hormiga?
Ella respondió con una negación rotunda.
—Pues ellos tampoco. Son un poco escandalosos y hacen tanto ruido que le quitan el sueño a uno, pero es mejor no hacerles caso… —Se interrumpió con un sonoro bostezo.
—¿Y no te da miedo?
—¡Para nada!, ¿por qué iba a tenerlo? —respondió encogiendo los hombros— . Seguramente, está tan ocupado buscando su estrella que ni se ha fijado en nosotros…
El cielo se iluminó en la distancia y el resueno de los truenos quedó amortiguado por el viento.
—Parece que se está alejando —dijo él.
—Pero aún sigue llorando —añadió ella.
—Dejará de hacerlo cuando logre alcanzar la estrella —continuó el niño.
—Pues espero que lo haga pronto —respondió la niña.
Unos minutos después la tormenta había cesado, la lluvia amainado y el viento dejado de soplar. Permanecieron muy quietos, en silencio y con la mirada puesta en el cielo, donde podía verse oculta entre las nubes un pedacito de luna.
A ella le dio sueño y en lugar de volver a su habitación, gateó por la cama y se metió entre las sábanas quedándose dormida en pocos segundos. El niño la miró por encima del hombro y sonrió.
No tenía la menor idea de cómo se le había ocurrido semejante historia, ni tampoco llegaba a comprender cómo había logrado que la pequeña se creyera cada palabra. Era una mentira muy gorda la que le había contado, pero si con ello había conseguido que dejara de llorar, mentir de esa forma tampoco debía de ser tan malo. Al fin y al cabo, pensó, era una mentira bonita.
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¿Imaginamos? ©
NouvellesBreves relatos donde la imaginación y la inocencia de los niños son las protagonistas. Obra registrada en Safe Creative y en el registro de propiedad intelectual ©