-Antes el agua salía a brotones del tepetate, ahora nada más sale esa plasta babosa que se escurre de entre las piedras.
-Antes vivíamos en el paraíso Don Juvencio-, contestó Macaría mientras con unos trapos absorbía la plasta esa.
-Antes era bonito-, susurró para sí Don Juvencio mientras caminaba hacia el sendero del pueblo. Cada tanto tropezaba y parecía caer de bruces, pero se agarraba bien de la nada y volvía al equilibrio. Con sus ojos cansados miraba alrededor las sobras de mundo que le quedaban. Pensaba en su nieta Dolores, "que vida le espera a mi niña" se decía.
Llegó a la choza, apenas alumbrada por un ocote que estaba a la entrada. De un empujón abrió la puerta y la cerró de golpe. Apenas y se escuchó.
-Qué pena me das Dolores, ni siquiera tu madre al traerte al mundo te trajo preparada. Solo te aventó ese mal día y de apoco rato se murió, ni a darte teta le alcanzó a la pobre. Nomas tus chillidos se oían en el pueblo. Nada más. Al poco rato fueron silenciados por un estruendo aún más fuerte que llegaba desde arriba, desde el cielo. Sofocó a la gente y espantó a los animales. Bien recuerdo, que unas gallinas que tenía en el corral hasta volaron ese día. Qué pena me das Dolores.
El espesor del humo lleno aquel lugar tan pequeño, donde apenas cabían esas dos almas arrepegadas. Don Juvencio se dio cuenta, pero no hizo nada, prefería ahogarse con el humo antes que abrir los boquetes de las paredes para que tantito humo se escapara por allí. Apenas hervía el caldo espeso que sobre la lumbre estaba como para arrepentirse y sofocar el fuego. Allá en el fondo de la choza, como de un pozo en algún rincón, unos tosidos fuertes y roncos se oyeron en aquel lugar tan oscuro, donde ni la luz del fuego llegaba.
-Arrímese al fuego-. Dijo Don Juvencio. –Allá se le van a congelar las manos-. Pero de aquel fondo nada más salieron otro par de tosidos más fuertes y rasposos como cuando se guardan tantas penas en la garganta.
-Entiende muchacha. No seas terca-. Volvió a decir. –En otra cosa hubieras sacado a tu madre. Bien recuerdo las vergüenzas que nos hacía pasar a mí y a mi Lupe. Bien recuerdo que de todas las muchas era la más terca, nunca hacia caso. Hacia las cosas cuando quería y, las hacía bien. Era bondadosa. Eso recuerdo. Un día agarró un puño de tortillas del fogón y el queso fresco, un queso que me había regalado mi hermana Aurora, para llevárselo a Doña Macaria, su hijo recién la había echado de su casa con todo y trapos a la pura calle. ¡Hay mi María! -. suspiró largo y hondo Don Juvencio mientras unos chorros, parecidos a los que salían del tepetate, le escurrían por sus mejillas.
Del fondo, salió una chamaca, apenas se distinguía de entre las sombras que lo llenaban todo, esas que parecía crecer y tener vida gracias al fuego que calentaba la comida. Caminó hacía donde Don Juvencio se encontraba, como un venado asustadizo. De poco rato se acurruco a su lado, mientras que con sus manos le limpiaba las lágrimas a su abuelo.
-Tu eres noble, también-. Eso dijo Don Juvencio.
El aire soplaba y movía la puerta hasta casi desamarrarla y llevársela por los aires, como ya la había hecho una vez. Pero ya Don Juvencio había reforzado con cinco mecates, con los que lazaba las vacas briosas de su tío Pascual. "Ahora no se las llevará" decía orgulloso Don Juvencio. –Si el viento tumba la puerta se tendrá que llevar todo la choza-. Decía.
Las sombras llenaron el interior de la choza. La figura de Don Juvencio crecía y lo llenaba todo mientras la fogata moría y como muestra de su existencia, dejaba en su rastro las brasas ardientes y saltantes de aquello que fue su vida.
-Así era el sol, Dolores. Así alumbraba. Y así, como ese fuego extinto, se fue muriendo.
Dolores nada más veía aquellas brazas fulgurosas que le llenaban los ojos. Aquellos ojos tan llenos de vida, pero tan vacíos de vivencias.
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Las memorias de Don Juvencio
Misteri / ThrillerTodo cambió desde aquel trágico día, ese mal día en el que el sol se apago para nunca más volver a arder.