El sacerdote de Nejen

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     El palacio real de la capital, Ity-tauy, era un hervidero de hombres, mujeres y niños desde la llegada de un mensajero con el anuncio de la aproximación de un poderoso ejército enemigo, el cual avanzaba hacia allí desde el norte de forma imparable. Sirvientes, guardias, funcionarios de toda condición y hasta los cortesanos, nada acostumbrados a tales sobresaltos, se movían de un lado a otro, la mayoría sin saber muy bien qué hacer. Por fortuna para ellos, el tyaty, acompañado del tesorero real y flanqueado por varios escribas, salió de los aposentos privados del rey, justo a tiempo para impartir instrucciones precisas sobre lo que hacer. La situación, no por inusual, era menos grave, y el magistrado más poderoso tras el soberano, «el que es la voluntad del amo, los oídos y los ojos del rey», ordenó tomar sólo lo imprescindible que pudiera ser cargado a mano y abandonar el palacio lo más rápido posible en dirección al puerto fluvial. En torno a ese único puerto ya empezaban a aglomerarse embarcaciones de toda clase de entre las que podían remontar la corriente, pues en aquellos momentos la única vía de evacuación posible era rumbo al sur. Si no hubiera sido por sus palabras, firmes pero alentadoras, la confusión y el desánimo se hubieran apoderado de todos los presentes. Impartidas las instrucciones necesarias, Resseneb, vestido con el shenep que lo identificaba, portando sobre el pecho la imagen de Maat y en su mano derecha el aba, seleccionó a un grupo de sirvientes y soldados, que se unieron a su grupo, y desapareció de las miradas ajenas al traspasar las doradas puertas que conducían a los aposentos privados del monarca.

     Varios escribas exentos de servicio aprovecharon entonces para rodear al soldado que había traído la noticia, y le rogaron que les aportara más detalles sobre lo ocurrido en la región del Delta. Por él supieron que el ejército kemita se había desbandado no mucho después de entrar en combate en su honorable pero infructífero intento de impedir el avance de los aamu, debido a que, según el propio soldado había podido ver, estos empleaban un armamento y unas tácticas desconocidos, y contra los que los soldados autóctonos jamás habían combatido; les habló de armas de mayor resistencia, algunas de ellas con extrañas formas redondeadas y que, al entrechocar con las de los soldados kemitas, hacían que estas se quebraran; les describió un tipo diferente de arcos, unos cuyas flechas eran disparadas con mayor potencia y llegaban mucho más lejos; pero sobre todo les explicó, con ojos en los que se podía adivinar el terror revivido, cómo los asiáticos usaban caballos que tiraban de pesados carros que ocupaban varios soldados. Y cómo estos les arrojaban sin parar flechas y lanzas, mientras los conductores los dirigían a toda velocidad contra su formación, o bien optaban por situarlos más allá para atacar desde allí los flancos o la retaguardia. Su relato dejó claro que resultaba imposible resistir a un ejército tan bien equipado e instruido como aquel. Tras sembrar de inquietud el corazón de sus oyentes, el soldado masculló una disculpa, se abrió paso y abandonó el palacio para ir a cumplir las instrucciones del tyaty. En su caso, su tarea consistía en ponerse a disposición del comandante de la guarnición. Los escribas, aturdidos y preocupados por las desalentadoras palabras del mensajero, se dispersaron en busca de sus más preciados enseres y útiles de trabajo antes de abandonar, también ellos, el palacio real.

                                                            ***

     Lo que podía contemplarse desde la terraza del palacio real resultaba espectacular y, al mismo tiempo, desconcertante. Si Merneferra Ay dirigía la vista hacia el oeste, podía descansar su mirada en las siempre reconfortantes aguas de Hapy, fuente de toda la vida y prosperidad de Kemet. En cambio, si se daba la vuelta y sorteaba las distintas edificaciones de la ciudad para contemplar mucho más lejos, hacia el este, esas hermosas y placenteras imágenes desaparecían como por encanto, y otras muy diferentes, monótonas y perturbadoras, ocupaba su lugar: era desheret, el feudo de las privaciones, la infertilidad y la muerte. Y justo en aquellos tristes momentos hacía honor a tales atributos, pues tropas extranjeras atravesaban ya aquella tierra ocre y árida con la intención de arrebatarle todo cuanto poseía. De hecho, si forzaba un poco más la vista en el horizonte, casi creía poder reconocer las nubes de polvo levantadas por sus despreciables enemigos, los mismos que lo obligaban a escapar de su ciudad como un ladrón en la noche. Jamás les perdonaría aquella afrenta mientras viviera. Un sirviente se le acercó sosteniendo una bandeja de plata sobre la que reposaba una copa de cristal finamente elaborada, la cual contenía un líquido morado. La tomó con un elegante movimiento de su mano y el hombre se retiró al instante, con la mirada clavada en el suelo y sin darle la espalda. El rey, con toda la atención puesta aún en la contemplación del paisaje, apuró el contenido sin dar muestra del más leve deleite. Aquel agradable y característico sabor dulzón del shedeh apenas si consiguió paliar un poco la amargura que se había adueñado de su paladar -y de su espíritu- desde que le transmitieran las terribles noticias procedentes del norte. Escuchó pasos a su espalda, pero hizo caso omiso. Sabía lo que venía.

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⏰ Última actualización: Dec 17, 2019 ⏰

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