EL VIEJO CUERVO Y LA ESTRELLITA NACIENTE.

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Estaba sentado en aquella banquilla del parque. Era un parque bonito, de esos que eran perfectos para quedar inmortalizados en una fotografía o en un retrato a acuarelas. Por desgracia no había ni un fotógrafo o un dibujante por los alrededores. Una pena, era un ambiente bellísimo que seguramente no se volvería a ver nunca.

Curiosamente no había nadie. Solo él, un hombre de edad avanzada sentado en una banquilla tan vieja como el parque mismo, el óxido y la pérdida de pintura lo decían; estaba vieja.

Se recargó lo más que pudo en su respaldo, colocó sus largos brazos en los bordes de metal. Eran bonitos, tenían un patrón de ola, y en los bordes, dos leones de metal rugiendo un inaudible rugido al sol.

Estaba cansado, había sido un día ajetreado. A decir verdad, no recordaba la última vez que se había relajado así. Estaba muy ocupado últimamente, su trabajo se lo exigía al fin y al cabo.

Siempre de aquí para allá. Siempre corriendo para no llegar tarde. Siempre preocupado por lo que sus jefes le dirían.

Ya le tenían con los nervios de puntas. A veces y se sentía tan exprimido emocionalmente que le aterraba la simple idea de fallar. Lo habían vuelto paranoico. Inseguro de sí. Pero al final, eso les servía a sus patrones. El miedo lo volvía eficiente.

¿Cómo iba a fallar si estaba tan asustado como para permitírselo?

Era un día soleado, de esos que no se veían a menudo y permanecían grabados en la mente de quién tenía la dicha de verlos, como el hombre en la banquilla. Suspiró con hondes, hacía un clima maravilloso. Ni caliente, ni frio, el perfecto punto muerto. La luz que se reflejaba por los árboles era extraordinariamente bella y competente deleitable para los ojos.

Miró a su derecha, no había más que árboles, esos hermosos árboles de los que tanto había oído hablar por las estrellas. El pasto que las cenizas le habían contado en millones de ocasiones era tan verde y suave como se lo habían relatado. El sol era tan cálido, justo como la obscuridad se lo había dicho. El cielo era azul y las nubes blancas, el gris al que estaba acostumbrado era cosa del pasado. Incluso el aire le parecía tan magnífico y único.

El hombre no quería hacer otra cosa salvo quedarse en aquella banquilla y seguir disfrutando su momento de maravillosa mentira. Su deleitable engaño lo había deleitando hasta el punto de no impórtale el hecho de que solo era algo generado por sí mismo.

Lastima que sus fuerzas no le brindaran las energías para sostener su mundo de mentira por unos instantes más.

Pues en un parpadeo regresó a lo que tanto estaba acostumbrado a ver.

Un cielo gris sin nube alguna. Cadáveres y esqueletos por todos lados, de aquellos que en su tiempo fueron los habitantes de este planeta tan maravilloso. Niebla tan densa como el humo de la llama más ardiente del infierno cubriendo los caminos hasta donde alcanzaba la vista. Aquél hedor a muerto no tardó en entrar en sus fosas nasales, y a pesar de la pesada máscara, se las arreglaba para infestarlo por completo con gran facilidad.

Estaba sentado en su querida banquilla, que ahora no era más que el recuerdo de lo que había presenciado. Las olas estaban derretidas hacia abajo y ya no se ondeaban con magistral porte. Los leones habían emitido su último rugido hace tanto tiempo, resignándose a solo ser aquella deforme bola de metal que no tardaba en desprenderse de su base.

El hombre se llevó las manos al rostro, no pudo tocarse la cara como deseaba, pues la máscara no le dejaba. Sabía que si se la quitaba podía considerarse tan muerto como el mundo, como el parque a sus espaldas. Verdaderamente quería quitársela, acabar con todo de una ves, pero tenia miedo. Sintió pavor al levantarse y caminar sin mirar hacia atrás, no tenía el valor para mirar el hermoso paisaje del que se había enamorado destruido y sin vida, al igual que todo en el mundo.

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⏰ Última actualización: May 04, 2019 ⏰

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