Diciembre de 1755

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El verdadero precio de todas las cosas, lo que todas las cosas cuestan realmente al hombre que quiere adquirirlas es el esfuerzo y la molestia que supone adquirirlas.

Adam Smith (1723-1790) Economista británico

–Hola, Valeria.

Valeria estaba tumbada en su celda, medio embobada con la luz que llegaba de fuera. No se dio cuenta de la llegada de los hombres que estaban ahora en la puerta.

–¿Cómo lo llevas?

Allí estaba el Marqués Luís con un hombre. Traían muy buenas noticias.

–Te presento a James, él te sacará de aquí en menos que canta un gallo.

Al día siguiente Valeria estaba de camino a Nueva Hampshire. El gobernador de la colonia, Sir. Benning Wentworth, había enviado a un agente especialmente para traer a Valeria a la colonia. Traía el suficiente dinero para que los franceses aceptaran su rescate. La llevaría a Portsmouth y allí hablaría con Benning de su futuro.

Con James, un agente de pocas palabras y solitario, cabalgó varios días por los densos bosques. Una noche, tras la caída de unos copas de nieve y hacer un fuego, el agente dijo las únicas palabras del viaje.

–Feliz 1756. ¿Quiere un poco?

Valeria muy sorprendida, aceptó la botella de licor que le ofrecía y en silencio celebraron el año nuevo mirando al fuego, cada uno con sus pensamientos.

Y así llegaron a Portsmouth una fría mañana. En la ciudad Valeria fue conducida rápidamente a la residencia del gobernador. Allí entró en la gran casa de madera desde donde se gobernaba la colonia. La joven accedió al despacho del anfitrión y tuvo que esperar.

Pasó media hora, pero a la joven muchacha le pareció una eternidad, y llegó Benning, muy acalorado. Venía del piso de arriba, donde había estado hablando con el agente que trajo a Valeria de Quebec.

–Valeria, esto no me gusta. Me ha tocado rescatarla, y lo he hecho porque es mi deber. Pero mi colonia tiene asuntos más importantes que rescatar damas totalmente irrelevantes.

–Lamento mi...

–Tampoco es culpa suya... acabemos cuanto antes, ¿De acuerdo?

Valeria asintió, cada vez más asustada.

–Bien, le voy a explicar lo que ha pasado. Tiene usted amistades que son de gran interés para la corona. Bien, desde Londres se me ha encargado la misión de llevarla hasta la metrópolis. Esta misma tarde sale un barco hacia Boston y desde allí partirá a Europa. Usted debe ir en ese barco, señorita. Espero no se resista. Eso complicaría las cosas. ¿Está de acuerdo?

–No ocasionaré ningún problema, gobernador.

–Bien, bien, me alegro de verdad. Necesito su palabra. Necesito a James, el agente que le ha traído. Así que si me da su palabra de que aceptará mis órdenes, eso que nos ahorramos todos, porque no tendrá que acompañarle cruzando el atlántico.

–Estoy completamente bajo su mando, señor.

–Ya, bueno... Aún así prefiero que me firme estos documentos. Son un contrato conforme usted acepta estas órdenes. No soy militar, sé que usted lo es. Pero no recuerdo su rango. De todos modos, no tengo potestad para darle órdenes. Ahora mismo vendrá el juez, y con él pondremos los documentos en regla.– Y dirigiéndose a un funcionario que estaba en la sala continua gritó: –Que traigan al juez, ¿cómo es que todavía no está aquí?

–Sí, señor.– Se oyó.

–Bien, yo estaré en la biblioteca. Tengo un encuentro con un comerciante, precisamente el mismo que te va a llevar esta tarde a Boston. Espérese por favor en el hall hasta que venga el juez. Estaré en mi despacho. James, tú encárgate del juez, que vaya arreglando asuntos hasta que yo acabe con mi reunión.

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