Capítulo 3

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El tintineo que precede a la amistad

No solo el primer día de clases había sido malo, sino el año entero...

Detenida ante el portón principal, Miriam alzó la cabeza pensando seriamente en la posibilidad de solo dar media vuelta y escapar. Era lo que había hecho incontables veces el año pasado, y así había comenzado el largo periplo de la repitencia.

¿Era la vergüenza lo que la mantenía detenida en la entrada? Sin duda alguna.

El colegio no era tan pequeño como para que todos se conociesen, pero tampoco eran los suficientes para garantizar el anonimato de cualquiera. Nadie parecía tener puesta su vista en ella, y, sin embargo, casi podía identificar la voz de algunos cuchicheando acerca de la "inadaptada del 5to A". Ajustando el agarre de las asas de la mochila, exhaló largamente antes de adentrarse en el colegio.

Desde el altoparlante, las órdenes para que comenzase la formación ya estaban dadas, así que se dirigió a la columna que le correspondía. Vagamente identificó uno que otro rostro allí, y prefirió concentrarse en eso y en contestar espontáneos saludos, todo para no tener que ver a la fila de la promoción de sexto año, donde se encontraban los que habían sido sus compañeros. Cuando por tercera vez el llamado de atención fue dado, las conversaciones y grupitos de amigos reencontrándose tras vacaciones cesaron y el patio se sumergió en completo silencio.

La directora del plantel se encontraba en el escenario de cemento, impecable en un sastre de dos piezas y una blusa coral que contrastaba con el castaño de sus cabellos. Tras comprobar con ligeros golpecitos que el micrófono funcionaba, se dirigió a todos, con las mismas palabras fastuosas que Miriam encontraba profundamente aburridas.

—Muy cansino todo ¿verdad?

Al sobresalto siguió de inmediato el intento por saber quién había dicho eso. Sin embargo, era difícil encontrar a la autora entre las 25 niñas que tenía el aula, y aunque giró la cabeza todas parecían vehementemente concentradas en el discurso, y aplaudieron con ímpetu el cierre del mismo. Fue solo para ese momento, en medio del ruido de las palmadas que volvió a oírla.

Un par de lugares más atrás, sosteniendo en el hombro una mochila de flores, y con el cabello atado en una media cola mal hecha, los ojos más vivaces que Miriam había visto alguna vez la contemplaban, felices y juguetones. Desde el estrado, la orden de pasar a los salones acababa de ser dada, y en el pequeño desorden que se formó al pie de las escaleras del pabellón central, la desconocida encontró el momento para presentarse.

—Me llamo Sofía. Y tú eres Miriam— no demasiado segura de cómo responder a semejante saludo, Miriam apenas hizo una venia en su dirección, y ella siguió su parloteo por las escaleras—tengo una abuela bruja ¿sabes? Y ella me dijo que la chica repitente de quinto año sería mi mejor amiga en la vida.

Genial. Empezaba un nuevo año, y la chalada de la clase era quien se fijaba en ella. "Quizá y después de todo, si estoy jodidamente demente" pensó Miriam, recordando que esa había sido la palabra con la que el misterioso Fernando la había definido ya más de un año atrás. Y recordarlo hizo que automáticamente su mano se dirigiera a la fina cadena que sostenía un aro plateado sencillo.

La joya que él le había dejado, pidiendo que lo conservara hasta el día que volvieran a verse.

Miriam, a menudo cuestionaba para sí misma si todavía conservaba aquel anillo por creer en lo que el muchacho le había dicho, o tan solo por tener un objeto con el cual, cuando estuviese vieja y terminada, pudiese evidenciar que no se había inventado una historia de fabulosa espera. La mayor parte del tiempo pensaba que todo era una absoluta estupidez, y, sin embargo, el objeto había pasado a significar un tipo de promesa bonita (¿por lo irreal?) en medio de la anodina vida estudiantil

La voz de la profesora, obligando a todos a formarse a un lado de la puerta, para pasar a asignarles carpetas, la sacó de su ensimismamiento. Sofía continuaba hablando, y a Miriam le asombró que solo se encogiera de hombros ante las dos niñas que, de forma desagradable, imitaban sus gestos y sus movimientos de manos al hablar, exagerándolos para ridiculizarla.

Estaba segura que ella no tenía tal clase de fortaleza.

Así que, en su fuero interno, se alegró cuando le asignaron de compañera de carpeta a la (recientemente bautizada en su mente) chalada Sofía. Ella por su parte, muy segura respecto a la "profecía" de la abuela, comenzó ese día, y todos los que vinieron, a contarle, sin necesidad de que le preguntasen, de todas las cosas que conformaban su mundo. La cabeza de Miriam se llenó entonces con sus historias, de cómo había nacido a los siete meses ("la panza de mamá ya me resultaba pequeña" la escuchó decir, con cierto orgullo), de porqué siempre se sentaba en el lado izquierdo de la mesa (era zurda y no quería que sus codos chocasen al escribir), de sus padres hippies trotamundos en su juventud convertidos en amables dependientes de un puesto en el mercado, de su deseo de aprender a leer la suerte en el tarot, y su inquebrantable amor por Alejandro Sanz, amor que , lógicamente, le impedía fijarse en ninguno de los chicos de la escuela.

Si en un inicio, un atisbo de envidia había anidado en el corazón de Miriam, creyendo que Sofía contaba todo eso, solo por el afán de restregarle en la cara todas las cosas que ella poseía, pronto comprendió que era exactamente, al contrario. Aquella niña, un palmo más baja que todas las demás niñas en el aula, de cabello lacio y corto, con sus gafas de montura gruesa que podían dar la ilusión de una imagen sabia, no tenía problema con decirle abiertamente y en voz alta todo lo que amaba y todo lo que le disgustaba, porque estaba compartiendo esos sueños con ella.

Porque, real y genuinamente, creía en que sería la mejor amiga de su vida.

— Y esta es la verdad sobre la amistad. Es la familia que escoges.

Y fue de esa manera, y con una frase tan sencilla, que, a la salida de clases, en ese recóndito colegio de la ciudad más caótica del país, Miriam descubrió que las cosas definitivamente no iban a ser como el año anterior, porque simplemente y sin una explicación cierta, sino tan solo en el momento justo, había llegado alguien dispuesta a darle esa compañía que tanta falta le había hecho en todo ese tiempo.

Alguien, que, en los años sucesivos, escuchó sus llantos en el Día de la Madre, sus frustraciones ante los problemas de matemática que se hicieron indescifrables con el correr de los grados, que pasó a convertirse en la visita preferida de sus abuelos en la casa, y a quien finalmente el día del baile de promoción de sexto grado de primaria, le confesó por qué cargaba con la cadena y el anillo, aferrada a aquella promesa.

— Entonces ¿crees también que es una locura? — le había susurrado Miriam, llena de vergüenza observando de reojo a sus compañeros alrededor.

Mas, lejos de juzgarla, Sofía se había limitado a echarse a reír y decir:

— Ese Fernando parece un chico con problemas. Pero si vuelve, será divertido ver su cara. Serán tiempos divertidos.

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Al iniciar la secundaria, Sofía terminó regalándole a Miriam un par de las docenas de pulseras que solía llevar en las muñecas (para desesperación de la auxiliar que en vano se las decomisaba todas las semanas), aduciendo que no quería ser menos que Fernando "regalándole cosas". El tintineo de toda esa joyería alertaba de su presencia a donde quiera que fuera, de forma que seguía llamando la atención de la misma manera que su vozarrón había hecho en la niñez.

Cuando, por fin, el quinto año de secundaria dio inicio, Miriam no precisaba ya ni de la voz ni de las joyas para encontrar a Sofía en medio del mar de gente. Pero nada podía haberla hecho sospechar, lo mucho que iba necesitarla ella, y lo que les llegaría a ambas, en ese último año. 

La historia de una promesaWhere stories live. Discover now