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Harry acaba de cumplir diez años y nada le preocupa más que a cualquier otro niño

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Harry acaba de cumplir diez años y nada le preocupa más que a cualquier otro niño. McGonagall, la directora del orfanato en que vive desde que era muy pequeño, le hizo un pastel y lo dejó ir a jugar al patio, a cambio de que se pusiese unos zapatos cerrados y un abrigo.

El Orfanato Hogwarts está retirado del mundo, como les gusta decir a los mayores, y el pueblo más cercano, Hogsmeade, no está a la vista, desde la colina en que se alza el edificio. Más allá, hay una extensión de césped que lo recibe, como si fuese infinita, y un bosque frondoso rodea la mayor parte de los límites del terreno. Está prohibido acercarse, en especial con la edad que tiene, pero él ha visto que sus hermanos a veces van por leña, y que llegan al pueblo mediante un sendero estrecho y confuso, sinuoso, que queda oculto para quien no lo haya recorrido con anterioridad. Él no lo ha hecho.

El bullicio de los otros niños queda atrás cuando baja corriendo, tan rápido, que los pies se le tropiezan en la grama de la colina, y es por pura suerte que no rueda cuesta abajo. Suele hacerlo.

Jadea cuando llega abajo, se dobla desde el abdomen y recarga las manos en las rodillas, para tomar bocanadas con las que recuperar el aliento. Sólo queda el silencio calmo para ese momento, y a unos metros, la linde del bosque.

Oye el ladrido de Fang, el perro cazador, antes de verlo. Se da la vuelta, a tiempo para que el enorme animal negro se tire encima de él y lo derribe, una lengua áspera le humedece la cara y le hace cosquillas, y Harry sólo es capaz de reírse y retorcerse por debajo de la 'bestia', contento con lo que, de acuerdo a él, es su manera de desearle un feliz cumpleaños.

Cuando se ha tranquilizado, le palmea un costado de la gigantesca cabeza y lo echa hacia un lado, para reincorporarse. Tiene patas de perro, de barro, en la ropa, y sabe que McGonagall va a mirarlo con desaprobación cuando sea la hora del baño, de la que siempre rehuye porque el agua es demasiado fría. Tampoco le preocupa mucho.

Ha comido dulces, se ha reído con sus hermanos, y Severus Snape, el amargado trabajador que lo visita año tras año e intenta que sea adoptado por una buena familia, en vano, ya ha pasado por el orfanato y le ha dejado regalos, para marcharse y desaparecer hasta el siguiente cumpleaños o la próxima ocasión en que se sienta convencido de que ha dado con los padres perfectos para él. Harry, a decir verdad, no espera que los consiga. Le gusta su familia grande y desastrosa, y McGonagall es buena, aunque no sea su mamá.

Se acababa de agachar para recoger una ramita, que le arrojaría a Fang para jugar con él, cuando escuchó un sonido lastimero y extraño. Enseguida el perro se pone en guardia y emite un bajo gruñido; es demasiado cobarde para cazar en realidad, y ni siquiera le ladra a presas grandes, de las que McGonagall dice que no hay en el bosque, para no asustarlos, o que no intenten atraparlas, quién sabe. Aun así, le entra curiosidad por lo que sea que hubiese oído y espera, medio agachado, a que el sonido se repita.

Y lo hace. Hay un arrastre, un roce, una rama seca que se rompe bajo cierto peso y pasos rápidos. Fang ladra, pero a la vez mueve la cola, ¿y no es eso lo que, se supone, hace cuando está feliz? Harry no está seguro de si debería llamar a sus hermanos o no, ellos siempre le dicen que lo haga si algo sucede.

Diez añosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora