Por un encuentro cuando es un niño, Harry tiene un guardián. En forma animal, es un zorro de nueve colas, y como humano, un hombre joven llamado Draco, que lo único que le pide es que mantenga el secreto por diez años, para que pueda ser libre al fi...
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Ahora Harry tiene once años y se despierta de mal humor. Tantea el lado vacío de la cama, consciente de que es en vano, porque aún siente el tacto fantasmal del pelaje suave contra un costado de la cara, y desearía que Draco no se hubiese escabullido lejos a primera hora de la mañana, cuando él dormía profundamente, para poder abrazar al pequeño zorro y usarlo de almohada. Casi nunca le permite hacerlo, sin protestar antes, pero él sabe que es su modo de hacerse el orgulloso y nada más, y lo deja que se queje, hasta que termina por ceder.
Cuando Luna, una de las niñas del cuarto, lo llama, no tiene más opción que arrastrarse fuera de la cama y desfilar hacia el baño, uniéndose a la larga columna de pequeños que espera un turno en los cubículos para empezar el día. Media hora más tarde, es el único que cuida sus pasos al descender por las escaleras hacia las cocinas, que están hasta abajo de todo el edificio, y utiliza un banco para alcanzar la despensa, de la que saca unas hogazas de pan, las mete en una bolsa y dentro de su bolsillo.
Sale del orfanato por la puerta trasera, le regala una caricia a Fang cuando pasa por un lado de la casucha que construyeron para el perro, y corre al llegar a la inclinación de la colina, para salir del campo de visión de cualquiera que se asome por las ventanas, antes de que se le haga demasiado tarde.
Al cruzar la cuerda del límite con el bosque, saca la bolsa de pan y la ata a la rama de un árbol, y después de un simple vistazo alrededor, que no le da pistas del paradero de Draco, humano o zorro, regresa por donde llegó y se escabulle dentro del edificio, para ir con el resto al comedor por el desayuno. El fin de semana acabó y tiene clases suplementarias con Flitwick, el profesor que McGonagall contrató para enseñarles cuando ella, o los hermanos mayores, no tuviesen tiempo.
Harry se pasa el día con la cabeza en las nubes y dando ojeadas por la ventana, a tal punto de que el profesor decide que es mejor cambiarlo de puesto y colocarlo en uno de los pupitres que dan contra la pared. Le parece que es injusto, pero se lo calla.
No tiene oportunidad para escaparse hasta que es media tarde, más o menos, y echa a correr con los cuadernos todavía entre los brazos, fingiendo que no escucha los llamados que dan Ron y Hermione, dos de sus compañeros, tras su espalda.
El bosque está silencioso, la bolsa de pan ya no se encuentra donde la dejó; en cambio, a los pies del árbol, quedó un conjunto de pequeñas flores violetas, que lo hacen sonreír a medida que se adentra más entre las plantas. Encuentra a Draco tumbado, boca arriba, en una rama alta, tallando algún tipo de instrumento con una navaja que le consiguió hace poco de los cuartos de los mayores.
El tronco hueco donde lo halló por primera vez, con el paso del tiempo, se ha ido llenando. Le ha conseguido cobijas y una almohada, libros que cambia cada vez que los termina, lápices, papeles para cuando dice morir de aburrimiento y que tenga algo en lo que ocuparse.
—¡Volví! —Anuncia desde abajo, balanceándose sobre los pies, a pesar de que él mismo le ha dejado en claro que puede percibir su aroma a metros de distancia. A Harry le gusta cuando alza la voz y logra que Draco se gire y los ojos grises lo miren.