Hay quien dice que somos almas perdidas en busca de una que nos encuentre. Que somos apasionados cuando nos creemos enamorados y damos todo por un rato de diversión. Ya no nos conformamos con un beso que se vuelve insignificante. Andamos de fiesta en fiesta tratando de olvidar nuestras penas y que nos quebramos al caer la noche.
Las personas importantes se vuelven pesadillas y los sueños se quedan atrapados en nuestros pensamientos. Que la felicidad nos dura solo un cigarrillo y que las cosas valiosas se convierten en frases inspiradoras cuando miramos las estrellas. Porque somos jóvenes que se pasean entre mentiras piadosas, somos jóvenes por tan solo la madrugada y es todo lo que nos queda, esperar a que el amanecer nos derribe.
Mi vida era un vía ven solamente y me gustaba vivir así, sin ataduras ni prisiones. Me gustaba crear mis propias fantasías y destruirlas yo misma, una especie de masoquismo hermoso, incluso placentero. Me agradaba saber que era como el cielo, infinito e inalcanzable, imposible de destruir; que era como el mar profundo y misterioso; como una montaña, grande, indestructible, imposible de derribar.
Pero él me derribó.
Me derribó con sus filosofías y con la manera en que se metía en mi cabeza y se abrazaba a mi corazón, en cómo caminaba con el mundo en la palma de su mano. Porque cuando sonreía sus demonios salían a pasear y cuando se sentía afligido regresaban a su amo. La manera en que su sombra me acompañaba a dondequiera que fuese, cómo el humo que salía de sus labios se iba dramáticamente mientras fumaba y cantaba sus canciones.
En cómo pecaba al susurrarme al oído con voz excitante y misteriosa, cómo metía sus propósitos en mí y me convencía de que era una buena idea; siempre convertía sus problemas en juegos.
En cómo mi vida se volvió una apuesta, que estaba destinada a perder si permanecía junto a él.
