III

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Los pasillos que se dirigían al salón del trono estaban completamente vacíos, sin una sola alma cerca, Ivlis caminaba por ellos con un aura amenazante. Intuía que la noticia de que el Diablo del mundo Flama estaba indispuesto, y no quería a nadie cerca, había llegado a los oídos de todos los criados del castillo y que nadie iba a ser tan estúpido como para siquiera intentarlo, sólo un idiota con tendencias suicidas se acercaría a él en ese momento.

Porque todos sabían que la sentencia por presentarse ante su señor, aunque fuera por accidente y una fracción de segundo, era una muerte sangrienta. Eso estaba bien para Ivlis porque aunque sabía que tenía un deber con cada demonio que le había seguido hasta ese lugar todavía le causaba un placer culposo ser temido por ellos. La vida le había enseñado que nunca podías ser lo demasiado cuidadoso con las personas que tenías cerca, porque en cualquier momento y por razones insignificantes estas se podrían volver contra ti. Por lo que no dudaría matar incluso a sus aliados si con eso evitaba ser traicionado una vez más.

Aun así no iba a negar que cuando su cabeza se aclaraba y dejaba de ver gigantes con lanzas por todos lados, Ivlis sentía un profundo malestar al darse cuenta que sus manos estaban manchadas con la sangre de los demonios que confiaban en él como su líder. Por eso, aunque no lo mencionara en voz alta, agradecía el buen juicio de cada demonio que trabajaba bajo su techo al desaparecer de su vista cuando en su cerebro sólo se escuchaba el eco furioso de sus pisadas mezclándose con las incesantes voces de su cabeza y la furia burbujeante que sentía bajo la piel.

Sabía que estaba mal, que no era correcto acabar con la vida de sus aliados por razones de las que ellos no tenían injerencia, pero se sentía tan humillado que no podía evitar que su rabia nublara su juicio. Irguiendo la cabeza, abrió de golpe las enormes puertas de hierro forjado. Lo único que quería en ese momento era alejarse y encerrarse en la tranquilidad de su salón para poner en orden sus pensamientos, evitando así más bajas de su ejército por su causa.

Las puertas se cerraron tras él con un pesado ruido, sentía el cuerpo caliente y los músculos rígidos. Con el entrecejo fruncido y el cuello encorvado, Ivlis caminó hasta el trono de metal que se alzaba orgulloso al final de su sala, detrás del enorme vitral de colores vistosos que mostraba, a forma de mofa y recordatorio continuo, su propio destierro y caída al inframundo. El momento en que su Dios lo había rechazado y le había quitado sus alas.

Pasando por entre los pilares y por encima del símbolo en oro macizo que estaba en el piso, Ivlis llegó hasta su destino donde a tirones iracundos se quitó el abrigo y la bufanda que traía puestos, tirándolos sin cuidado por el suelo quedó solo unos pantalones y una camisola ligera sin mangas mostrando así sus brazos cubiertos de heridas, cardenales y signos de mordiscos que apenas comenzaban cicatrizar, estos dolían como el infierno y se extendían por todo su cuerpo. El hecho que fueran visibles, a pesar de que habían sido hechos hace varios días, sólo atestiguaban cuan profundos eran.

El lugar era precioso, hecho de mármol negro con detalles en metal y oro, resplandecía con la débil luz rojiza de su infierno que entraba por las ventanillas superiores y le confería un aspecto sobrenatural. Sus ojos brillaron con orgullo, pero al caer en aquel símbolo que se encontraba al centro del enorme lugar, estos se apagaron de nuevo.

Todavía recordaba la razón por la que una grieta atravesaba el centro de aquel Sol. A ese símbolo al que le había prometido lealtad eterna, y que por el cariño que le seguía tenido a su creador había puesto en el corazón del cuarto. Un arranque de furia lo había llevado a querer destrozar todo el lugar, descargando su cólera contra los pilares y los muros había lanzado una potente lanza que había logrado cuartear el Sol. Ivlis había mandado arreglar los pilares con oro, un simple capricho del kintsukuroi que vio en algún otro castillo, pero aun después de los años que habían pasado la fisura en el Sol había quedado intacta, como una advertencia de la relación fragmentada que tenía con el Dios al que había amado.

Bloody Kisses.Where stories live. Discover now