LA LLAVE

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Cuando Randolph Carter cumplió los treinta años, perdió la llave de la puerta de los sueños. Anteriormente había compaginado la insulzes de la
vida cotidiana con excursiones nocturnas a extrañas y antiguas ciudades situadas más allá
del espacio, y a hermosas e increíblesregiones de unas tierras a las que se llega cruzando mares etéreos. Pero al alcanzar
la edad madura sintió que iba perdiendo poco a poco esta capacidad de evasión, hasta que finalmente le desapareció
por completo. Ya no pudieron hacerse a la mar sus galeras para remontar el río Oukranos, hasta más allá de las doradas
agujas de campanario de Thran, ni vagar sus caravanas de elefantes a través de las fragantes selvas de Kled, donde
duermen bajo la luna, hermosos e inalterables, unos palacios de veteadas columnas de marfil. Había leído mucho acerca
de cosas reales, y había hablado con demasiada gente.
Los filósofos, con su mejor intención, le habían enseñado a mirar las cosas en sus mutuas relaciones lógicas, y a analizar
los procesos que originaban sus pensamientos y sus desvaríos. Había desaparecido el encanto, y había olvidado que
toda la vida no es más que un conjunto de imágenes existentes en nuestro cerebro, sin que se dé diferencia alguna
entre las que nacen de las cosas reales y las engendradas por sueños que sólo tienen lugar en la intimidad, ni ningún
motivo para considerar las unas por encima de las otras. La costumbre le había atiborrado los oídos con un respeto
supersticioso por todo lo que es tangible y existe físicamente. Los sabios le habían dicho que sus ingenuas figuraciones
eran insulsas y pueriles, y más absurdas aún, puesto que los soñadores se empeñan en considerarlas llenas de sentido
e intención, mientras el ciego universo va dando vueltas sin objeto, de la nada a las cosas, y de las cosas a la nada otra
vez, sin preocuparse ni interesarse por la existencia ni por las súplicas de unos espíritus fugaces que brillan y se
consumen como una chispa efímera en la oscuridad. Le habían encadenado a las cosas de la realidad, y luego le habían
explicado el funcionamiento de esas cosas, hasta que todo misterio hubo desaparecido del mundo.
Cuando se lamentó y sintió deseos imperiosos de huir a las regiones crepusculares donde la magia moldeaba hasta los
más pequeños detalles de la vida, y convertía sus meras asociaciones mentales en paisaje de asombrosa e inextinguible
delicia, le encauzaron en cambio hacia los últimos prodigios de la ciencia, invitándole a descubrir lo maravilloso en los
vórtices del átomo y el misterio en las dimensiones del cielo. Y cuando hubo fracasado, y no encontró lo que buscaba
en un terreno donde todo era conocido y susceptible de medida según leyes concretas, le dijeron que le faltaba
imaginación y que no estaba maduro todavía, ya que prefería la ilusión de los sueños al mundo de nuestra creación
física. De este modo, Carter había intentado hacer lo que los demás, esforzándose por convencerse de que los sucesos
y las emociones de la vida ordinaria eran más importantes que las fantasías de los espíritus más exquisitos y delicados.
Admitió, cuando se lo dijeron, que el dolor animal de un cerdo apaleado, o de un labrador dispéptico de la vida real, es
más importante que la incomparable belleza de Narath, la ciudad de las cien puertas labradas, con sus cúpulas de
calcedonia, que él recordaba confusamente de sus sueños; y bajo la dirección de tan sabios caballeros fomentó
laboriosamente su sentido de la compasión y de la tragedia. De cuando en cuando, no obstante, le resultaba inevitable
considerar cuán triviales, veleidosas y carentes de sentido eran todas las aspiraciones humanas, y cuán
contradictoriamente contrastaban los impulsos de nuestra vida real con los pomposos ideales que aquellos dignos
señores proclamaban defender. Otras veces miraba con ironía los principios con los cuales le habían enseñado a
combatir la extravagancia y artificiosidad de los sueños; porque él veía que la vida diaria de nuestro mundo es en todo
igual de extravagante y artificiosa, y muchísimo menos valiosa a este respecto, debido a su escasa belleza y a su estúpida
obstinación en no querer admitir su propia falta de razones y propósitos. De este modo, se fue convirtiendo en una
especie de amargo humorista, sin darse cuenta de que incluso el humor carece de sentido en un universo estúpido y
privado de cualquier tipo de autenticidad.
En los primeros días de esta servidumbre, se refugió en la fe mansa y santurrona que sus padres le habían inculcado con
ingenua confianza, ya que le pareció que de ella nacían místicos senderos que le ofrecían alguna posibilidad de evadirse
de esta vida. Sólo una observación más cuidadosa le hizo comprender la falta de fantasía y de belleza, la rancia y prosaica
vulgaridad, la gravedad de lechuza y las grotescas pretensiones de inquebrantable fe que reinaban de manera aplastante
y opresiva entre la mayor parte de quienes la profesaban; o le hizo sentir plenamente la torpeza con que trataban de
mantenerla viva, como si aún fuera el intento de una raza primordial por combatir los terrores de lo desconocido. A
Carter le aburría la solemnidad con que la gente trataba de interpretar la realidad terrenal a partir de viejos mitos, que
a cada paso eran refutados por su propia ciencia jactanciosa. Y esta seriedad inoportuna y fuera de lugar mató el interés
que podía haber sentido por las antiguas creencias, de haberse limitado a ofrecer ritos sonoros y expansiones
emocionales con su auténtico significado de pura fantasía. Pero cuando comenzó a estudiar a los filósofos que habían
derribado los viejos mitos, los encontró aún más detestables que quienes los habían respetado. No sabían esos filósofos
que la belleza estriba en la armonía, y que el encanto de la vida no obedece a regla alguna en este cosmos sin objeto,
sino únicamente a su consonancia con los sueños y los sentimientos que han modelado ciegamente nuestras pequeñas
esferas a partir del caos. No veían que el bien y el mal, y la felicidad y la belleza, son únicamente productos ornamentales de nuestro punto de vista, que su único valor reside en su relación con lo que por azar pensaron y sintieron nuestros
padres; y que sus características, aun las más sutiles, son diferentes en cada raza y en cada cultura. En cambio, negaban
todas estas cosas rotundamente, o las explicaban mediante los instintos vagos y primitivos que todos compartimos con
las bestias y los patanes; de este modo, sus vidas se arrastraban penosamente por el dolor, la fealdad y el desequilibrio;
aunque, eso sí, henchidas del ridículo orgullo de haber escapado de un mundo que en realidad no era menos sólido que
el que ahora les sostenía. Lo único que habían hecho era cambiar los falsos dioses del temor y de la fe ciega por los de
la licencia y de la anarquía.
Carter apenas gozaba de estas modernas libertades, porque resultaban mezquinas e inmundas a su espíritu amante de
la belleza única; por otra parte, su razón se rebelaba contra la lógica endeble mediante la cual sus paladines pretendían
adornar los brutales impulsos humanos con la santidad arrebatada a los ídolos que acababan de deponer. Veía que la
mayor parte de la gente, como el mismo clero desacreditado, seguía sin poder sustraerse a la ilusión de que la vida tiene
un sentido distinto del que los hombres le atribuyen, ni establecer una diferencia entre las nociones de ética y belleza,
aun cuando, según sus descubrimientos científicos, toda la naturaleza proclama a los cuatro vientos su irracionalidad y
su impersonal amoralidad. Predispuestos y fanáticos por las ilusiones preconcebidas de justicia, libertad y conformismo,
habían arrumbado el antiguo saber, las antiguas vías y las antiguas creencias; y jamás se habían parado a pensar que
ese saber y esas vías seguían siendo la única base de los pensamientos y de los criterios actuales, los únicos guías y las
únicas normas de un universo carente de sentido, de objetivos estables y de hitos fijos. Una vez perdidos estos marcos
artificiales de referencia, sus vidas quedaron privadas de dirección y de interés, hasta que finalmente tuvieron que
ahogar el tedio en el bullicio y en la pretendida utilidad de las prisas, en el aturdimiento y en la excitación, en bárbaras
expansiones y en placeres bestiales. Y cuando se hallaron hartos de todo esto, o decepcionados, o la náusea les hizo
reaccionar, entonces se entregaron a la ironía y a la mordacidad, y echaron la culpa de todo al orden social. Jamás
lograron darse cuenta de que sus principios eran tan inestables y contradictorios como los dioses de sus mayores, ni de
que la satisfacción de un momento es la ruina del siguiente. La belleza serena y duradera sólo se halla en los sueños;
pero este consuelo ha sido rechazado por el mundo cuando, en su adoración de lo real. arrojó de sí los secretos de la
infancia. En medio de este caos de falsedades e inquietudes, Carter intentó vivir como correspondía a un hombre digno,
de sentido común y buena familia.

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⏰ Última actualización: Jun 01, 2019 ⏰

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