1 Miércoles.

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El ser humano siempre busca la supervivencia. Incluso en los momentos en los que tienes asumido que vas a morir te intentas salvar. Es extraordinario. Busca respuestas a preguntas sin ella, busca salidas a callejones, busca una solución a un problema que no la tiene.

Somos uno de los animales más rebuscados del mundo, por no decir el que más. Siempre le damos la vuelta mil veces a la tortilla. La miramos por delante, por detrás, por en medio. Buscamos respuestas a todas nuestras preguntas. La partimos por la mitad. La medimos la temperatura. La longitud. El tamaño. Por qué es de ese color. Lo analizamos completamente. Y cuando terminamos nos quedamos vacíos. Sin saber cómo seguir. Porque en ese tiempo estás entretenido. Estás haciendo algo que te interesa. Pero cuando terminas te quedas sin saber cómo avanzar. Te vuelves simple y buscas algo que te llene de nuevo. Buscas y buscas. Y si no encuentras te jode y no avanzas. No te paras a pensar en otra cosa. Y entras en un bucle de sentimientos de mierda del que o te sacan a patadas o él mismo te mata.

Me despierto.

Cuatro años sin sentir nada y sigo abriendo los ojos cada mañana a la misma hora, 7:48.

Empieza la búsqueda de nuevo. Busco algo que me llene el vacío que tengo dentro. Es como si estuviese hueca. De hecho creo estarlo.
Es que por mi cuerpo sólo corre sangre. No hay música que me ponga la carne de gallina. No tengo deseo sexual por nadie, ni por mí misma. De hecho, me causo repulsión. No tengo nadie que me hable siquiera. No tengo una vida adulta estructurada.

No recuerdo bien cuándo empezó todo esto.
Tal vez en secundaria. En la ESO. En tercero. O cuarto. Cuando me hospitalizaron, tal vez. O cuando me pegaron esa paliza por estar contigo. Tal vez hace menos tiempo. Fue cuando me intentaron raptar por la noche. O cuando mi jefe me obligó a hacer cosas de las que no quiero hablar. O tal vez cuando todos aquellos que dijeron ser mis amigos me abandonaron como si fuese basura.
No sé muy bien cuándo dejé de sentir. Cuándo llegué a este punto. Pero el caso es que estoy así. Y no sé cómo arreglarlo.

Empiezo mi rutina.
Me levanto de la cama.
Me miro al espejo.
La misma cara de mierda de siempre.
Me voy a la cocina. Desayuno.
Fumo con el café negro frío y noto cómo me muero lentamente.

Y no hago nada por sentirme viva.

Lavo el plato de mi tostada con tomate triturado, aceite y dos lonchas finas de jamón; me voy hacia la habitación y me visto. Hoy toca sudadera grande gris, vaqueros negros largos y botas militares. Aunque sea agosto y me muera de calor.
No me gusta mi cuerpo, me doy asco.

Me lavo los dientes y hago la cama.

Abro la ventana y ventilo toda la casa mientras tiro la sexta cajetilla de Camel de la semana. Contando que estamos a Miércoles.

Tal vez me he vuelto adicta a lo seca que me deja la garganta un cigarrillo,
o a la sensación de ardor que me provoca.

Termino todo y salgo.

Me subo al primer autobús que viene.
Me gusta mirarme en el cristal porque parece que estoy viajando,
como si estuviese volando.
Escucho la radio,
todo el mundo parece estar feliz.
Sin ningún miedo a vivir.
Al éxito.
A la felicidad.

Todas las canciones que suenan son alegres, movidas.
Se supone que dan ganas de bailar. Lo digo porque antes me daban esa sensación las canciones así.
Ahora que no siento nada. No me transmiten nada.

No me dan ganas de bailar.
No me dan ganas casi de respirar.

A veces salgo de mi rutina. Me bajo en la última parada y me pierdo en las calles de Madrid. El frío Madrid
donde no hay nadie,
donde ves cómo trafican en las esquinas, y cómo se meten en las de enfrente,
donde te asesinan y tardan años en encontrarte.

𝐃𝐞 𝐥𝐚 𝐦𝐮𝐞𝐫𝐭𝐞 𝐚 𝐥𝐚 𝐯𝐢𝐝𝐚 - Albalia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora