II

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Media hora más tarde, Rober se incorporó mientras fingía rascarse un ojo, bostezar y desperezarse con toda la naturalidad que le fue posible. No había sido capaz de pegar ojo ni de acallar los pensamientos en su cabeza, tal y como se había esperado, pero por lo menos había esquivado de forma efectiva una conversación indeseada.

Algo era algo, ¿no?

Estaba claro que uno no puede tenerlo todo en esta vida.

En ese momento, pasaron junto a la señal que indicaba la salida de la autopista de peaje al área de servicio. Tras poner el intermitente, Toño se internó por el carril secundario a la vez que el limpiaparabrisas seguía oscilando aunque de forma más pausada. Por fortuna, para ese punto de la madrugada, la lluvia se había convertido en un golpeteo suave contra los cristales del coche.

Después de aparcar con una maniobra limpia cerca de las escaleras del lugar, ambos se hicieron con sus abrigos y se arrebujaron en ellos en un gesto idéntico nada más salir afuera.

De poco sirvió.

Una razón más para detestar con todo su ser el haber ido a esa maldita boda.

Ir vestido con ese traje de tela tan fina no ayudaba mucho a resguardarse del frío. Encima, el viento era como una caricia helada en su rostro y se colaba por los huecos de la ropa con la pericia de un amante ávido por explorar y amar, pero cuyas manos frías te sobresaltan y no tienes tiempo de reponerte antes de que el asalto amoroso continúe.

Rober guareció las manos bajo las axilas y enterró los labios tras el algodón grueso de su gabardina sin dejar de mover las piernas mientras el vapor blanco de su respiración ascendía y se perdía en la oscuridad de la noche. A su lado, Toño no estaba mucho mejor que él: el sonido del castañeo de sus dientes mientras guardaba la billetera en el bolsillo de sus pantalones de vestir con manos temblorosas lo traicionaron incluso antes de que hablase.

—Joder. Vamos. Vamos rápido o se me va a congelar hasta la punta del nabo, che.

Rober asintió con presteza.

—Dios, sí. Vamos.

Gracias a sus piernas largas a pesar de su metro setenta y poco, pudo de darle alcance a su hermano tras subir de dos en dos los peldaños grisáceos y resbaladizos de la escalera. Cuando lo consiguió, Toño lo aguardaba frente a la puerta automática ya abierta y, hombro contra hombro, entraron a paso ligero.

El lugar era corriente. Un área de servicio cualquiera en una carretera cualquiera, básicamente. Al final, todas acababan siendo iguales. Esta era tan poco atrayente como la vez pasada, por lo que pasaron junto a la tienda de alimentación, prensa y regalos sin prestar mucha atención al escaparate, y sus pasos los dirigieron a la zona de la cafetería-buffet.

Al fondo, junto a una esquina, resaltaba el cartel de los baños como una señal divina enviada desde el mismísimo cielo.

Después de unos segundos, la calidez del sitio fue colándose por las prendas, lo que hizo que por fin pudiera desencogerse y dejara de apretar la gabardina en torno a su cuerpo. ¡Cómo se notaba que tenían puesta la calefacción en toda la planta!

Tener cubierta una de sus necesidades, no obstante, hacía que otra se hiciera más acuciante, como lo llena que tenía la vejiga después de todo el trayecto sin parar ni una sola vez porque a su hermano se le había metido entre ceja y ceja que así llegarían antes. Seguramente, porque debía echar tanto de menos a Laura como ella a él, aunque ninguno de los dos lo admitiera ni bajo pena de muerte.

Y así era como él y su pobre vejiga sufrían las consecuencias. ¿Qué culpa tenía él de lo extraña que era la relación de esos dos?

—Voy a ir al baño.

Nadie más que tú (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora