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Cuando rato después se separaron con reticencia, los ojos de Rober escocían y pulsaban como nunca y había un leve pinchazo persistente en su sien que le hacía entrecerrar los ojos. No, no había sido sencillo, al menos en un principio; no, no lo había contado todo aún y le esperaban más días por delante llenos de confesiones como este, pero, de alguna manera, se había deshecho de parte del peso de esa enorme losa que había arrastrado durante tantísimo tiempo. Las manos de César enseguida buscaron su rostro y repasaron sus párpados hinchados, que le pesaban para ese punto.

—Gracias por contármelo todo.

Rober se encogió ligeramente de hombros mientras ladeaba la cabeza para perseguir las caricias de aquella mano.

—Es lo mínimo que puedo hacer si quiero pasar el resto de mi vida contigo, ¿no?

César no dijo nada. Cuando Rober abrió los ojos, sin embargo, había una pequeña y dulce sonrisa tirando de los labios del otro que hizo que su corazón diera un traspiés. Al unísono, buscaron la mano del otro, entrelazaron sus dedos y Rober recostó la cabeza en el hombro de César mientras el pulgar de este acariciaba sus nudillos. A lo lejos, un collage de colores índigos, rosas y naranjas coqueteaba entre los jirones de nubes desperdigados en el cielo.

—¿Estás mejor ahora?

Rober guardó un momento silencio.

—Más o menos. —Su garganta irritada de tanto hablar volvió a quejarse en ese momento e hizo una mueca—. Si me preguntas si estoy mejor que ayer en la boda o cuando llegué aquí hace unas horas, entonces sí, estoy muchísimo mejor. Mucho más tranquilo. —César le dio un apretón en la mano, y Rober giró la cabeza y presionó un beso en la zona de la clavícula—. Es extraño, ¿sabes? Siempre imaginé este momento como uno catastrófico. Siempre pensé que, después de que le contase a alguien estas cosas, me aguardaría lo peor. —Tragó saliva—. Mis padres se llevarían las manos a la cabeza, mi hermano dejaría de tratarme igual, Laura se cabrearía como solo ella hace y tú...

La garganta se le cerró, y bajó los párpados. Segundos después, los labios de César rozaron su frente en un gesto cariñoso que fue como un bálsamo para aquellos rincones de su alma que aún estaban magullados y en carne viva.

—¿Que yo qué?

Rober inspiró hondo.

—Pensé... —La voz se le enronqueció más al volver a hablar—: Pensé que te repugnaría seguir conmigo por haberme dejado vapulear de esa manera, por haberle hecho lo que le hice a Begoña.

—Jamás. ¿Me oyes? No fue culpa tuya. Manuel te arrinconó a actuar como lo hiciste. Si todo esto debería pesar en la conciencia de alguien, debería ser en la suya, no en la tuya.

Y puede que fuera verdad, o puede que tuviera que empezar a perdonarse a sí mismo por haber actuado como lo había hecho en aquel entonces por culpa de la ceguera que había padecido con todo lo referente a Manuel; sea como fuere, en esos momentos, todo eso importaba mucho menos de lo que le había importado horas atrás.

Su mente, por primera vez en horas, estaba en paz de verdad.

Cuando volvieron a entrar minutos después de aquello en el área de servicio, lo hicieron cogidos de la mano. La tensión en el pecho de Rober se había evaporado por completo, y más de una vez una sonrisa curvó sus labios cuando su mirada se desviaba y tropezaba con la de César, que parecía sufrir de la misma dolencia estúpida y ridícula que él. Menos mal que había podido solucionar las cosas con él, menos mal que se había decidido a hablarle de Manuel, porque no se imaginaba sin César en su vida. No se imaginaba sin él.

Nadie más que tú (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora